Moussa y Ousman, la travesía de los niños hasta Canarias: "Mi madre jamás habría aceptado que viniese a Europa"
- Las islas acogen a 5.600 menores, la mayoría vienen de Gambia, Senegal o Mali
- Nueve de cada diez adolescentes que llegan a nuestras costas tienen entre 12 y 17 años
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Moussa hace cinco meses se levantaba cada mañana con el reto de traer algo de comida a casa. Es el mayor de sus tres hermanos. A su padre Khalifa, con 60 años cumplidos, ya no le quedan fuerzas para trabajar. El joven nació hace 16 años en una aldea en el norte de Senegal, donde la sequía y las consecuencias del cambio climático han diezmado las dos principales sustentos de la población: el ganado y los cultivos. Las condiciones de vida han empeorado marcando el destino de Moussa y el de su familia. "Mi padre es pobre y mi madre también, de verdad que no tienen nada", dice bajando la mirada. Paco es el mediador intercultural, también senegalés, traduce las palabras de Moussa que relata que les tocaba elegir qué comida hacer. "Si desayunábamos no hacíamos el almuerzo y si se almorzaba no se cenaba", explica el adolescente.
Le cuesta hablar. Es tímido. Pide que le preguntemos y él responde. Es un relato entrecortado, plagado de aristas que se reflejan en su mirada. Se ayuda con la gestualidad de sus manos para reconstruir una vida que ha sido truncada tras atravesar una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo para llegar a Europa. Está sentado en una mesa grande en la planta baja del centro de acogida Tindaya II en Santa Cruz de Tenerife. Es una casa amplia gestionada por la entidad Mundo Nuevo que ahora sirve de hogar para Moussa y otros jóvenes como él. Hace cinco meses que llegó al archipiélago tras un segundo intento de cruzar el Atlántico, gracias a la perseverancia de su madre. Ella se ha encargado de endeudarse para que su hijo tenga un futuro. "La primera vez mis padres recolectaron mucho dinero, pero se lo dieron a un chico que jamás hizo nada y nos engañó. Esta segunda vez mi madre volvió a pedir prestado y ha salido todo bien", concluye. Busca un futuro mejor, para él y para su familia.
Moussa se despidió de su familia y veinticuatro horas después llegó a Thiès, la tercera ciudad más grande del país, a unos 60 kilómetros de Dakar, allí se encontró con un grupo de jóvenes desconocidos que compartían su objetivo: cruzar el atlántico. Tras tres días los trasladaron a la localidad de Saint Louis, ubicada en la costa noroeste de Senegal. Allí la policía le detuvo, le interrogó y le hizo pasar miedo. Finalmente, la noche del 12 de febrero consiguió subirse a un cayuco. "Han sido los días más difíciles de mi vida", se refiere a las diez noches a la deriva. La amenaza de que les engullese el mar estaba siempre presente. El cuarto día se acabó la comida y a partir de entonces solo tiene memoria de los mareos y los vómitos. También recuerda ver morir a una persona. "Elhamdolilah (gracias a Dios) llegué vivo, había otros tres niños conmigo", dice. Hace una pausa, Paco le abraza y continúa su relato.
"Pensaba que si llegaba podía ayudar a mi familia"
"Pensaba en mi padre y en mi madre cuando sentía miedo", confiesa que eran esos pensamientos los que le daban la fuerza para continuar la navegación. Lo que más le ayudó a afrontar el viaje fueron los consejos de un tío suyo, de profesión pescador, que le había advertido de la brutalidad y la agresividad del mar. "Pensaba que si llegaba podía ayudar a mi familia, solo así podía quitarme el susto", reitera. El 22 de febrero a las 03:00 de la madrugada llegaron a la isla de El Hierro. "Me dolía todo el cuerpo, no podía caminar del tiempo que llevaba sentado", recuerda. Un avión le trasladó junto con otros jóvenes a Tenerife e ingresó en este centro.
"Elhamdolilah estoy bien. Es difícil porque la vida es muy distinta, la cultura es muy diferente, pero elhamdolilah estoy bien", dice con cierta incredulidad. Paco, el intérprete senegalés, aclara que estos jóvenes viven un choque cultural desde el minuto cero en el que aterrizan, aquí hay unas leyes y unas normas que son muy distintas a las de su tierra. Llegan con una mochila muy cargada, argumenta, y el proceso de adaptación es muy "tedioso y largo". Pone un ejemplo: "Aquí tienen horarios y turnos de limpieza, algo que allí hacen las madres y hermanas".
Moussa está ansioso por cumplir los 18 años para poder trabajar y así mandar dinero a casa. "Tengo que devolver la deuda de mi madre y ayudarles", añade. Pero ahora mismo su prioridad es aprender español "perfecto" y evitar tener cualquier conflicto o problema para que le renueven siempre los papeles. Está matriculado en segundo de la ESO. Cuenta que en Senegal su padre no podía pagarle los estudios por eso le llevó con un amigo electricista que le estuvo enseñando el oficio, por lo que ahora le gustaría continuar aquí en España con esa especialidad. Mientras habla, sus ojos esquivan mirar al mar.
Ousman no dijo nada a su madre
En Gambia, la madre de Ousman se enteró de la travesía de su hijo, una vez que él ya estaba a salvo en El Hierro. Se llama Um El Kheir que en árabe significa "madre de la bondad". Es viuda, tiene cuatro hijas y seis hijos, Ousman es el más pequeño. Él no trabajaba, solo estudiaba Corán e Inglés. "Mis hermanos trabajaban para que todos saliéramos adelante", dice con la mirada perdida. "Uno es profesor, uno taxista y otro albañil, pero los más jóvenes no tienen trabajo", aclara. En Gambia, justifica, no tenía ningún problema. De hecho, sus hermanos nunca pensaron en marcharse, pero en estos últimos años la asfixiante crisis económica ha desdibujado cualquier perspectiva de futuro por lo que sus propios hermanos le ayudaron a organizar el viaje.
Tuvo que viajar desde Gambia a Mauritania y después de tres semanas de espera zarpó en un cayuco. "Los días en el mar fueron muy muy duros", añade, el grupo tardó cuatro días en llegar a las costas europeas. Recuerda que la barcaza estaba llena y que había más chicos de su edad. "No dormíamos pero el peor momento fue cuando el motor dejó de funcionar", describe. No olvida que en ese momento, el pánico se apoderó de todos al sentir cómo se tambaleaba la embarcación al tiempo que entraba el agua: "Gritábamos de miedo".
Um El Kheir no habría bendecido su marcha. "Mi madre me quiere mucho y jamás habría aceptado que me viniera a Europa", dice emocionado. Apunta su mirada al suelo y se queda en silencio. "Lo que más me ha costado es dejar a mi madre atrás, sé que allí no tenía futuro, pero verla todos los días me hacía muy feliz", dice con la voz rota. Se esfuerza cada día en recordarse a si mismo que desde aquí podrá ayudarla pero no puede dejar de extrañarla.
"Me gusta mucho la gente de España"
En cuanto a la acogida, Ousman siente una enorme gratitud. Nos explica que tiene un hogar donde dormir, comer, agua caliente y un sitio donde poder estudiar. Es una casa llena de colores y frases de motivación. Cada uno tiene su cama y su parte del cuarto lo hacen suyo colgando fotos. Comparten cuartos, tienen vistas al mar y un jardín con un pequeño huerto. "En esta cocina pasan cosas mágicas", pone en una de las paredes. Aseos, salas de estar y libros. El joven se siente arropado y escuchado gracias a la red de trabajadores y educadores sociales. "Si llegas a un país y todo el mundo baila con una pierna, pues tú tienes que bailar igual", dice esbozando una sonrisa. Tiene claro que el futuro pasa por adaptarse a esta nueva vida. "Me gusta la vida de España. Me gusta mucho la gente de España", dice.
Le gustaría pintar, sacarse el carnet de conducir, aunque cree que lo más urgente es aprender el castellano. Está contento de "haber sobrevivido al viaje", reitera, aunque es consciente de que tendrá que convivir con la nostalgia por los suyos. Su madre reza por él todos los días, una y otra vez, sus palabras sobre Gambia giran en torno a ella, la "mujer de su vida".
Las historias de Moussa y Ousman representan sólo dos de los miles de niños, niñas y adolescentes varados en Canarias, ellos dos están en este centro de Santa Cruz que acoge a 58 menores. Aparentemente, los relatos se repiten aunque cada uno tiene su propio diario de travesía. "Todos llegan sin un referente familiar, entran en el sistema de protección de menores y los derivan a centros de acogida", explica Mariana González, directora del centro Tindaya II. A algunos simplemente por su apariencia se les reconoce como menores, pero otros tienen que esperar hasta que se les confirme, demostrar con pruebas su niñez. Según la Consejería de Bienestar Social del Gobierno de Canarias, el 94% tiene entre 12 a 17 años, el 5% tiene de siete a once años y un 1 % no llegan a seis años. Además, solo el 5% de los menores que tutela Canaria son niñas, el resto son varones. En estos momentos, solo 58 niños y niñas, el 1%, viven con familias de acogida.
La mayoría llegan de Senegal y Gambia, aunque en este centro el mapa de procedencias se enriquece, hay cuatro magrebíes, alguno de Costa de Marfil y de Guinea-Conakri. "La motivación principal es ayudar a su familia. Allí tenemos un elemento fundamental, el factor cultural de que la familia es todo", explica González.
“La motivación principal es ayudar a su familia“
Los que vienen de Mali cuentan con recomendaciones específicas de Naciones Unidas que facilitan el acceso al estatus de refugiado. Los demás son perfiles que no huyen de guerras, pero buscan dejar atrás la pobreza y aspirar a un futuro mejor. Aun así, al ser menores, todos están bajo el amparo del Convención Internacional de los Derechos del Niño y del interés superior del menor que consagra la propia Constitución Española. "Muchos te dicen, yo quiero estudiar, yo quiero otro futuro que en país de origen no veo tan fácil tenerlo y las familias los apoyan", argumenta la psicóloga.
En cuanto a la atención psicológica, en este centro les pueden derivar, pero son chavales muy "retraídos" que no terminan de abrirse tan fácilmente como para verbalizar todo lo vivido. Los que más sufren son los que han venido con algún familiar y le han visto morir durante el viaje. "Cuando hay más vínculo empiezas a conocer más cosas de todo lo que han vivido, pero al principio nos encontramos con un bloqueo emocional", alega.
Lo más difícil de gestionar es la frustración. "Ellos llegan aquí y creen que van a poder trabajar, estudiar y se encuentran con muchos procesos muy largos y esto es lo que cuesta", concluye. Conviven con ese sentimiento de no querer decepcionar a quiénes han dejado atrás, como si aquí la vida fuese más fácil.
*Los nombres de los menores son ficticios para proteger su identidad.