Salud mental y migración: "He aprendido a vivir con el dolor, pero iba a quitarme la vida con mis hijos"
Las violencias que sufren las personas migrantes a lo largo de su camino les dejan importantes secuelas psicológicas. Cuando llegan a México, muchos experimentan pensamientos suicidas y un gran miedo a los desconocidos. Recuperar algo de normalidad es fundamental para seguir su camino.
A lo largo de la ruta migratoria americana se producen muchas heridas. Algunas son físicas por el camino, el esfuerzo y la violencia que sufren las personas que emprenden la marcha para intentar llegar al norte de América. Otras son cicatrices mentales. En algunos casos, el miedo a la muerte es el origen de esta penuria. La vida de Paco en Guatemala era normal, dentro de lo que cabe, siendo gay.
"Allí, al decirlo abiertamente, ya eres vulnerable", explica a RNE. Paco había asumido la tutela de un bebé que fue abandonado y vivía tranquilamente con su madre hasta que una noche lo cambió todo. "Unos pandilleros de la Mara Salvatrucha me cruzaron al regresar del trabajo. Me llevaron a un cementerio cerca de mi casa, con armas y todo. Hicieron lo que quisieron conmigo. Solo por ser gay, ellos decían que tenía que disfrutarlo". Desde ese momento, Paco se escondió pero las amenazas no cesaron. Puso una denuncia de la cual la Policía dijo que no procedía y le remitieron a la Fiscalía de la Mujer. "Me di cuenta de que no estaba a salvo y me marché. Nunca pensé en convertirme en uno de esos cientos que pasaban por mi casa pidiendo algo que comer". Nada más cruzar el río Suchiate, que separa Guatemala de México, se dio cuenta de que tampoco allí estaba seguro.
Las víctimas de la violencia llegan con miedo a todo
"En Tapachula estuve tres días secuestrado sufriendo lo que no le deseo a nadie. Ellos seleccionaron a un grupo para abusar físicamente, psicológicamente y sexualmente. Eran agentes de Migraciones aliados con el crimen organizado", asegura.
Paco cuenta que pudo escapar de sus captores y encontrar refugio en una organización social y llegar hasta la Ciudad de México. De todo aquello le ha quedado una fuerte depresión, problemas de ansiedad muy severos y estrés. "Incluso me afecta al habla. Antes no me pasaba y ahora tartamudeo mucho", dice con una mirada perdida que poco a poco se va centrando en su interlocutor.
A pesar de que tiene trabajo y de que su vida sigue en una ciudad gigantesca como la capital mexicana, explica que no se siente a salvo porque recibe mensajes y llamadas de amenaza. "No sé cómo me han encontrado, pero saben que estoy aquí. No puedo confiar en nadie", confiesa en el Centro de Atención Integral (CAI) que Médicos Sin Fronteras tiene en Ciudad de México, una clínica discreta a la que acuden los pacientes que esta organización ha identificado desde su entrada por el sur del país.
"Son personas que en nuestras clínicas móviles hemos visto que necesitan una atención especial. Han sido víctimas de violencias muy fuertes, incluso han sufrido torturas en algunos casos en su recorrido migratorio y tienen problemas de funcionalidad básica. Tienen afecciones psicológicas tan graves, tanto miedo al desconocido que no pueden salir a la calle o trabajar", asegura Ramón Márquez, coordinador del centro. En este lugar, un equipo de psicólogos intenta que tanto los pacientes como sus hijos encuentren un lugar tranquilo en el que hablar y puedan recuperar algo de esa normalidad perdida durante el camino. Porque incluso se han encontrado casos de personas con niños a cargo que tienen pensamientos suicidas.
“No quería vivir más con este dolor. Iba a hacerlo, iba a matarnos”
Hablar de estas cosas no es nada fácil y cada uno lo vive de una forma. Si Paco necesita unas bolsas de hielo en sus muslos porque empieza a sufrir un calor muy fuerte al narrar su historia, las manos de Stephanie son un témpano cuando habla con RTVE. La violencia en su país también está en el origen de sus peores días.
"Las cosas no nos iban mal en Honduras, pero la extorsión de las maras fue insoportable. No podíamos pagar lo que pedían y nos marchamos. Pero esa gente nos secuestró y nos tuvieron encerrados a mí y a dos mis hijos varios meses. Yo era una criada y a ellos les obligaban a hacer cosas horribles de pandilleros", relata. "Un día tuve síntomas de infarto y me desmayé. Abrí los ojos en el hospital con mis hijos y al salir nos marchamos a Guatemala, porque sabemos que las maras están propagadas por todas partes", asegura esta mujer que por el acoso de los criminales ha visto morir a su yerno y ha perdido todo el contacto con su marido y sus otros dos hijos.
"Llegué a comprar unas pastillas que allí se llaman de 'curar frijoles' [fosfuro de aluminio] para que yo y mis hijos las tomáramos. Iba a hacerlo. Iba a matarnos. Pero les miré y pensé que no podía hacerles eso a mis niños", explica sin poder contener la emoción. "Realmente, no quería vivir más con este dolor", confiesa.
Este es quizás el gran problema al que se enfrentan estas personas. Que mantienen tanto el dolor por dentro que les anula para seguir adelante. Y precisamente, siendo migrantes, lo que necesitan es avanzar en sus objetivos. Paco y Stephanie se marcharon de sus casas por la violencia y han encontrado más de eso en el camino. Ahora, sin soltar el miedo, han conseguido una pequeña normalidad con la terapia y con un objetivo que les dirige. Los dos esperan poder llegar a Canadá en unas semanas.
"He pensado muchas veces que si me hubiera quedado en Guatemala estaría en una caja y no habría sentido nada de lo que sentí acá. Pero ahora estoy esperando el reasentamiento y solo quiero llegar allí y poder llevar a mi mamá y mi bebé para no tener que verlos cada día por una videollamada", dice Paco. Stephanie, por su parte, sonríe al pensar que el fin de la ruta está cerca. Se emociona al recordar a aquellos a los que no puede encontrar: "Mi vida era llorar y llorar. Ahora he aprendido a vivir con el dolor, pero si consigo llegar a Canadá seguiré buscando a mi familia. Ese es ahora el objetivo de mi vida", asegura.