Donald Trump, el regreso del líder que no admite la derrota
- El magnate, consolidado ya como referente indiscutible del Partido Republicano, busca reconquistar la Casa Blanca
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Donald Trump ha apurado los últimos días de su tercera campaña electoral como candidato presidencial con un desafío histórico en el horizonte: convertirse en el segundo presidente de Estados Unidos con dos mandatos no consecutivos. Hasta ahora, solo Grover Cleveland había conseguido volver a la Casa Blanca tras ser desalojado por las urnas, y de eso hace bastante más de un siglo, pero el magnate neoyorquino se siente a la altura del reto. No podía ser de otra forma en alguien que, por encima de cualquier otra cosa, se considera un ganador y no concibe -ni mucho menos admite, como demostró en 2020- la derrota.
Esa perseverancia, a sus 78 años, remite a su capacidad competitiva, a su desmesurada autoestima, a la sed de triunfo de un hombre que ha pasado de ser un arribista en política a consolidarse como el referente indiscutible del Partido Republicano, la formación que cobijó a Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, Dwight Eisenhower y Ronald Reagan. Pero también recuerda su incapacidad para aceptar un principio democrático básico: la concesión de la victoria del rival, que es la cortesía que engrasa la alternancia pacífica en el poder.
La justicia aún debe determinar la responsabilidad de Trump en el asalto al Capitolio y en el intento de subvertir a su favor el resultado de las últimas presidenciales en Georgia, pero lo cierto es que el expresidente nunca ha admitido su derrota frente a Joe Biden en 2020, sigue defendiendo que fue víctima de un fraude electoral y, desde hace semanas, advierte de que este año se está preparando una conspiración similar para que gane Kamala Harris. Muchos estadounidenses le creen y, para detener ese supuesto complot y completar su obra política -Make America Great Again, Devolver la grandeza a Estados Unidos-, se movilizan para llevarle de vuelta a la Casa Blanca.
Un mandato caótico y divisivo
Es probable que esos simpatizantes tengan un buen recuerdo de su presidencia, pero esa no es la percepción más generalizada. Su mandato, el primero de un presidente sin ninguna experiencia política o militar, osciló entre lo caótico y lo inconsistente, como muestran los numerosos colaboradores que le fueron abandonando -algunos tras unas pocas semanas en la Casa Blanca y muchos vertiendo críticas graves contra él, como el ex Consejero de Seguridad Nacional, John Bolton-, y los abundantes gestos políticos que al final fructificaron en pocos logros reales.
Es indudable que Trump, aun a costa de acrecentar la deuda y el déficit comercial, supo prolongar el mayor ciclo de crecimiento económico en la historia reciente del país, llevando el paro a mínimos del último medio siglo, pero la pandemia de Covid-19 cercenó ese impulso en su último año. Su legado más duradero fue aupar al Tribunal Supremo a tres jueces conservadores, forjando una mayoría que puede durar décadas y que ya ha tomado decisiones de gran relevancia, como la derogación del derecho constitucional al aborto, aunque este fue un logro achacable más al Partido Republicano que a él mismo.
A cambio, redujo el peso de Estados Unidos en el mundo, con decisiones de tanto calado como salir del Acuerdo de París contra el cambio climático. Pero, por encima de todo, profundizó en las divisiones de la sociedad estadounidense, al elevar a niveles inéditos hasta entonces la polarización; esa división política y social se encarnaría en el asalto al Capitolio. Dos semanas después, cuando Trump salió de la Casa Blanca, tenía el mayor porcentaje de desaprobación de un presidente desde Richard Nixon, quien se vio forzado a renunciar al cargo por el escándalo del Watergate.
Profundizar en las divisiones
Ahora, de nuevo con la Casa Blanca en el punto de mira, Trump no ha variado un ápice su discurso, que en esencia consiste en alentar el malestar de aproximadamente la mitad de sus conciudadanos para vencer a la otra mitad. Sería largo recopilar los insultos que dedicaba antes a Joe Biden y ahora a Kamala Harris en sus multitudinarios mítines, aunque cabe algún ejemplo sobre ella, su rival el próximo 5 de noviembre: el más repetido es "loca", si bien en las últimas semanas ha subido el nivel hasta llegar a "vicepresidenta de mierda".
Esa falta de respeto al contrario es una de las incontables normas y tabúes consolidados a lo largo de un par de siglos de democracia que Trump ha ido rompiendo en esta última década, erosionando incluso unas instituciones tan robustas como las estadounidenses. Nada tan grave, en cualquier caso, como intentar perpetuarse en el poder tras su derrota en 2020, como reveló la ya célebre llamada al secretario de Estado de Georgia, el también republicano Brad Raffensperger, del 2 de enero de 2021: "Mira, lo que quiero es encontrar 11.780 votos (...), porque hemos ganado en ese estado", le dijo. Justo un voto más que la ventaja de Biden en Georgia, donde el escrutinio fue el más ajustado de todos los comicios.
Apenas cuatro días después, Trump arengaba a sus seguidores en Washington: "Nunca recuperaréis nuestro país con debilidad. Tenéis que demostrar fortaleza y ser fuertes. Hemos venido a exigir que el Congreso haga lo correcto y que solo cuente a los electores que han sido elegidos legalmente. Sé que todos los presentes marcharán pronto hacia el Capitolio para hacer oír su voz de manera pacífica y patriótica". La concentración derivó en una turba violenta que asaltó el edificio con la intención de impedir que el Senado ratificara la victoria electoral de Joe Biden, mientras Trump se resistía a enviar refuerzos -fue el vicepresidente, Mike Pence, quien autorizó el despliegue de la Guardia Nacional- y se demoraba más de tres horas en pedir a sus seguidores que se retiraran. Cinco personas murieron y los heridos se contaron por decenas.
Causas penales y juicios políticos
La injerencia electoral en Georgia y ese asalto violento le han supuesto a Trump sendas imputaciones penales, en el primer caso por una decena de cargos y en el segundo, por otros cuatro; entre ellos, algunos tan graves como obstrucción e intento de obstruir un procedimiento oficial, asociación criminal y conspiración contra los derechos ciudadanos. De hecho, es el primer expresidente imputado en una causa penal y el primero ya en ser condenado, puesto que en mayo fue hallado culpable de 34 cargos por los pagos para ocultar su aventura extramatrimonial con la actriz porno Stormy Daniels.
Además, Trump ha sido el tercer presidente -después de Andrew Jackson y Bill Clinton- en ser sometido a un juicio político en el Congreso, en su caso por partida doble. En el primer impeachment se le acusó de abuso de poder y obstrucción a la justicia tras intentar que Ucrania implicara a Joe Biden y a su hijo Hunter en una supuesta trama de corrupción; aunque la Cámara de Representantes, de mayoría demócrata, aprobó las acusaciones, la mayoría republicana en el Senado le absolvió de los cargos.
El segundo intento de destitución se inició a raíz del asalto al Capitolio, por incitación a la violencia, a pocos días de que Trump abandonara la Casa Blanca. Aunque ya no era presidente cuando se celebró el juicio político, de nuevo fue absuelto en el Senado, si bien en este caso por no llegar a la mayoría cualificada necesaria: la destitución debe ser aprobada por dos tercios de la cámara alta y el respaldo se quedó en 57 de los cien senadores, entre ellos siete republicanos.
Una capacidad de movilización intacta
En cualquier caso, ninguna condena inhabilitaría a Trump para ser elegido presidente ni para ejercer el cargo, por lo que la relevancia de sus causas judiciales pendientes se mide únicamente en términos de reputación. Y ahí se ha demostrado que nada ha hecho mella en su capacidad de convocatoria entre el electorado republicano. Siempre hay voces discordantes, sobre todo entre la dirigencia clásica de un partido que se ha visto avasallado por su forma de hacer política -en esencia, ni una concesión al rival, como ocurrió cuando tumbó el acuerdo para el control de la inmigración que ambos partidos habían alcanzado en el Congreso, y declarar que cualquier cosa que no se ajuste al relato es fake news-, pero la mayoría le respalda sin ambages.
Esa capacidad de movilización, asentada en sus mítines y en las redes sociales -Twitter, su favorita, le expulsó tras el asalto al Capitolio, pero su nuevo propietario, Elon Musk, no solo le ha devuelto la cuenta, sino que se ha convertido en uno de sus principales apoyos-, es un arma de doble filo, porque también estimula a los adversarios políticos. De hecho, fue lo que le costó la derrota en 2020, porque los más de 74 millones de votos que cosechó, aunque marcaron un nuevo récord para un candidato republicano, fueron insuficientes ante la marca de Biden, el candidato más votado de la historia con más de 81 millones de votos.
De la misma forma, la retórica frentista y las apelaciones a la violencia también tienen un reverso tenebroso: el propio Trump ha sido víctima de dos intentos de asesinato. En uno de ellos, el agresor no consiguió acercarse a él, pero en el primero, perpetrado durante un mitin en Butler, una ciudad de Pensilvania, una bala llegó a herirle en una oreja. Como es habitual, él ha conseguido darle la vuelta en su favor: la fotografía del expresidente ensangrentado y alzando el puño con gesto fiero es una de las imágenes icónicas de esta campaña electoral y sus seguidores corean en los mítines el grito que Trump lanzó mientras era retirado por los agentes del Servicio Secreto: "Fight, fight" ("Luchad, luchad").
La derrota no es una opción
Las elecciones revelarán si los estadounidenses prefieren esa actitud, la del político agresivo que no reconoce más que su propio bando, o apuestan por Kamala Harris, una opción más convencional y continuista respecto a la política tradicional, aunque también histórica, puesto que sería la primera mujer en ostentar la presidencia del país. Y mucho más joven que él -acaba de cumplir 60 años-, una diferencia de edad que ha aflorado las dudas sobre el estado de salud de Trump, quien de completar un segundo mandato sería el presidente de más edad en el cargo. De hecho, Harris está utilizando la misma estrategia que él usó con Biden, poniendo en cuestión su capacidad para ejercer la presidencia y retándole a publicar sus informes médicos, algo a lo que Trump se ha negado.
La decisión final, con todo, puede que no esté en manos de la mayoría, porque el sistema electoral -una votación indirecta a través del Colegio Electoral, donde están representados los estados- hace que el resultado dependa de siete estados, que pueden decantarse por unos pocos miles de votos. Así que la batalla será reñida también en el recuento y, a la luz de los antecedentes, parece difícil que Trump conceda la derrota, si es que pierde. Al menos, así lo perciben la mayoría de los estadounidenses, como revela un sondeo del Pew Research Center, según el cual el 72% de los votantes registrados cree que Harris admitirá públicamente su derrota, mientras que solo el 24% opina que Trump hará lo mismo. En otras palabras, tres de cada cuatro electores creen que Trump no aceptará perder.
En cualquier caso, sea cual sea el resultado, Trump dejará tras de sí una huella profunda en la sociedad y en la política de Estados Unidos. Ya lo hizo cuando era sólo un multimillonario famoso, habitual en la crónica social y presentador de un conocido programa de televisión, que consiguió revertir todos los pronósticos para convertirse en el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos. Pero ahora ha doblado la apuesta y pocos se atreverían a negar que, gane o no estas elecciones, el trumpismo pervivirá más allá del propio Donald Trump.
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