La noche en que Radio Nacional invadió la Casa Blanca
- Pocos instantes después de la dimisión de Richard Nixon, RNE habló con su mayordomo y ama de llaves
- RTVE celebra la semana de la Radio dedicada al medio centenario
Siempre sostuve, y lo mantengo, que trabajo en Radio Nacional por culpa de Richard Nixon, su mayordomo y su ama de llaves. Manolo y Fina, que eran gallegos, asistían al presidente desde que fue derrotado por Kennedy, aunque el trato que les dispensaba trascendía al habitual entre señor y criados. El 9 de agosto de 1974, con su mensaje de dimisión aún caliente, opinaron sobre el Watergate en la radio española.
Los llamaron a la Casa Blanca, desde la emisora de Radio Nacional en Barcelona, cuando en Washington todavía eran las cinco de la madrugada. Primero habló Josefa Fernández Casanovas, reacia a hacer declaraciones, taxativa con el locutor, que se declaraba apolítica pero acabó soltando perlas de este calibre: "Nadie hizo por este país lo que hizo él. Ha terminado las guerras, el desempleo nunca estuvo tan bajo como está ahora, está combatiendo la inflación, ha terminado con que los negros quemen las ciudades y que los estudiantes se revolvieran". "¿Qué es lo que la gente quiere?", aseguró.
Después habló Manuel Sánchez González para dejar sentado que aquellas veinticuatro horas cruciales junto a Nixon habían sido "como cualquier otro día", pero se dejó seducir por el entrevistador. Dijo que el Watergate había sido "una cosa de lo más sucia" de la que exculpaba al presidente: "Tuvo mucha gente alrededor que le ha mentido y pronto se va a saber toda la verdad", confió.
Del Paseo de Gracia 1 a Pennsylvania Avenue
A mis once años, era la primera vez que escuchaba hablar del Watergate y desconocía qué era una dimisión. En la España de Franco no pasaban esas cosas. Sabía ubicar Estados Unidos en el mapa, eso sí, aunque todavía pensaba que su capital era Nueva York. A Nixon lo conocía por la tele y para de contar. Me faltaban datos para comprender la defensa a ultranza que Fina y Manolo hacían de su patrón: con monosílabos, retruécanos y diálogos a medio camino entre Valle Inclán y Miguel Gila.
Me asombraba, sin embargo, la perseverancia del entrevistador. Mantener la conferencia telefónica entre Paseo de Gracia número 1 y el 1600 de Pennsylvania Avenue, durante diez minutos, fue un alarde de profesionalidad. El clima que fue creando casi llegó a que se preguntaran, cuando ya acababa la conversación, "¿Cuelgo yo o cuelgas tú?". La generala, que anticipaba y cerraba el parte, acabó con el devaneo.
El despertar con la radio
Agosto licuaba el aire del huerto donde vivía, entre Alzira y Carcaixent. Con atalaya y pérgolas, recordaba las mansiones esclavistas de Virginia o Alabama. Al recordar aquellos veranos de plomo pienso que, si no fuera porque me crié en una familia feliz, mi infancia habría parecido un drama de Tennessee Williams. En aquella atmósfera desperté a la radio.
Mi madre escuchaba el Consultorio de Elena Francis; mi padre movía el dial para emocionarse con las historias humanas de Alberto Oliveras en Ustedes son formidables; yo, en un principio, me enganché a De España para los españoles porque un compañero de escuela tenía a los padres trabajando en Suiza y, al acercarse la Navidad, María Matilde Almendros les dedicaba La Maredeueta. Aquel programa, que conectaba a los emigrantes en el extranjero con sus familias en España, me descubrió a la Piquer cuando llevaba más de una década retirada de los escenarios.
El estribillo de La Maredeueta lo cantaba en valenciano, que entonces se considera habla vulgar, propia de hortelanos y barraca. Su argumento no dejaba de ser transgresor para la España del nacionalcatolicismo: un escultor talla la imagen de la Virgen de los Desamparados con el rostro de su amante. Cuando ella lo abandona, interrumpe la procesión, insulta a la Virgen y amenaza con destruir su propia obra.
Más tarde escuché Tatuaje, Romance de la otra y más canciones que me permitieron, cuando doña Concha sufría el purgatorio de los modernos, justificar su tono desobediente. Enarbolé esa bandera que, desde la progresía, tremolaban —con mucha más autoridad que la mía— figuras como Serrat y Manuel Vázquez Montalbán. Ahora, lo que son las cosas, hasta la convierten en icono feminista.
Historias que despiertan llamadas vitales
La entrevista al mayordomo y el ama de llaves de Nixon, que continuaron a su servicio en San Clemente (California) hasta que les alcanzó la jubilación, me despertó un interés inusitado por la radio como transmisor de historias. Por eso estudié Periodismo y, al sentar plaza en los Informativos de Radio Nacional, procuré la amistad de los compañeros del Archivo Sonoro para que me abrieran las puertas de aquel mundo fascinante.
El primer documento que pedí fue la entrevista con el mayordomo y el ama de llaves de Nixon el día que presentó la dimisión. Temí que se hubiera radiado en directo y nadie la rescata de la copia legal. Una cinta, gigante como ensaimada mallorquina, que se conservaba durante un mes por si la reclamaba algún juzgado. Durante la Transición ocurría con frecuencia.
Tuve suerte y conseguí escucharla completa, quince años después del día de autos. Mientras la rebobinaba se desplegó, en acordeón, la ficha técnica. Así supe que el periodista que consiguió doblegar la discreción de Manolo y Fina era Fernando Rodríguez Madero.
La radio que consiguió entrar en la Casa Blanca sin teléfono rojo
El devenir periodístico me llevó a encontrar en el Archivo Sonoro mi espacio natural; escuchando el pasado entiendo, sólo a veces, ciertas claves de la actualidad. Si las hemerotecas son, como se dice, el panteón de las vanidades, la fonoteca de Radio Nacional de España puede erigirse, por merito propio, en El Escorial de todas las voces.
Allí, en los sótanos de Prado del Rey, rodeado de discos de pizarra, vinilos, cintas abiertas y rollos de pianola, llegué a la conclusión de que fue el 9 de agosto de 1974 cuando decidí que quería trabajar en la radio. Pero no en cualquier emisora; en la única que fue capaz de invadir la Casa Blanca, a las cinco de la madrugada, simplemente con un teléfono. Ni tan siquiera el teléfono rojo.