'En la alcoba del sultán': Javier Rebollo vislumbra el futuro del cine a través de la cámara de los Lumière
- El cineasta regresa fabulando la figura de Gabriel Veyre, uno de los pioneros del cine
Es conocido que los hermanos Lumière mandaron operadores de cámara por todo el mundo para registrar imágenes con su reciente invento. El lenguaje cinematográfico fue conformándose mientras estos pioneros filmaban todo tipo de paisajes humanos. Uno de esos camarógrafos, Gabriel Veyre, permaneció semioculto en la historia del cine porque muchas de sus películas fueron descubiertas en los años 90 del siglo XX.
Sin sufrir tanta amnesia, el cine de Javier Rebollo también merece ser reconsiderado y elevado en la historia del cine español. Autor de La mujer sin piano (2009) y El muerto y ser feliz (2012), premiado en el Festival de San Sebastián, ha tardado 12 años en volver a estrenar en salas, aunque describa el momento como el “momento más triste” cuando la película “se convierte en producto”.
Rebollo quedó hace años fascinado al ver una película de Veyre, un travelling de unos niños en Indochina, filmado hacia atrás, tan insólitamente moderna que en sus clases de cine juega a hacer pasar por una obra documental de los años 50 o 60 sin que ningún alumno pueda advertir el engaño. Suena novelesco, pero en la vida de Rebollo tiene sentido: un día, paseando por París, se cruzó con Bertrand Tavernier, que además de cineasta fue guardián de la historia del cine, y le abordó para hablarle de Veyre. A Tavernier se le iluminaron los ojos y entraron en un kebab para hablar del "más dotado de los operadores Lumière", en palabras del francés.
El mismísimo director de Parásitos, Bong Joon-ho llegó a decir que el cine de Rebollo era “el futuro del cine”. Y de las posibilidades del medio habla en el fondo En la alcoba del sultán, aparente divertimento abigarrado con enormes cargas de profundidad, que muestra un amor total por el pasado y por lo que está por venir, consciente de que “la tristeza es inútil” y de que “hay que creer en la utopía hasta después de morir”.
Félix Moati da vida a Veyre en una fantasía biográfica en la que viaja al ficticio País de Nour, para recrear la relación real que entabló con el sultán de Marruecos Abd al-Aziz. Pilar López de Ayala es su pareja, una presencia casi fantasmagórica. Pese a que Rebollo dice no ser “fetichista” la cámara que usa como atrezo en la película es la misma que rodó la Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza, la primera película española de la historia.
PREGUNTA.: ¿Fue difícil acceder al archivo de Gabriel Veyre? Porque la propia película ironiza y crítica los derechos de autor.
RESPUESTA: Ahora es terrible. Antes filmabas unos pantalones Levis y te daban dinero, ahora te denuncian. Acabaremos haciendo películas en pelotas. Tenía miedo, lo que pasa es que el heredero de Veyre es un hombre maravilloso y pun productor de cine retirado. Tiene una galería de fotografía vernácula, sobre todo erótica y pornográfica. Es una persona muy sensible y nos ha abierto sus archivos. Nos cedió material y por eso aparece como coproductor. Ahora está depositado en el Instituto Lumière.
P.: ¿Y la relación con el Instituto Lumière?
R.: Para mí es un museo al que la falta modernidad. Y Thierry Frémaux, que es un tipo muy listo, es a los Lumière lo que Claude Lanzmann a la Shoah: parece que sólo él puede hablar de los Lumière. El público solo ha podido ver, a través de la emisión de la televisión pública francesa, 365 películas Lumière, y hay casi 1500. Creo que habría que hacer más público todo ese material. Yo solo he visto 500 películas de los Lumière, me faltan mil. ¿Por qué no podemos ver esas cosas? Como Henri Langlois (fundador de la Cinemateca Francesa) la reclamó a Iris Barry (fundadora la filmoteca del MoMA) las películas del mueso, esta le dijo que había que guardarlas para la posteridad: “¿Y cuándo comienza la posteridad?”, contestó Langlois. Han fortificado ese material, aunque es verdad que lo están restaurando. Por lo demás, me encanta el Instituto Lumière, porque guarda el fuego del cine, pero es verdad que de manera un poco ingenua. Han gentrificado el nacimiento del cine y falta reflexión.
P.: La película enlaza con El muerto en ser feliz, que hablaba de la falsedad de los relatos. Asumir su falsedad, una idea contracorriente de una época que corre tras los biopics y hechos históricos.
R.: Prefiero hablar de narración frente a relato. El relato viene de lo occidental, los tres actos, el conflicto y el final, que es la muerte. En cambio, la narración está abierta, nunca se cierra. Walter Benjamin tiene un texto precioso, El narrador, sobre cómo el relato es el mito que nunca se cierra. En Oriente, en Marruecos, en Argelia, los contadores eran muy importantes. Quizá nunca se callaban porque siempre que escuchaban “¿qué pasa después?”, como un niño cuando le cuentas un cuento o como Sherezada suspendiendo el relato para que no la viole el sultán. La película celebra la narración y es también un antibiopic, porque es un género en el que no creo, un cine de tramoya. Curiosamente, el heredero, que no regala nada, ya nos dijo al leer el guion que había descubierto un lado de su antepasado que no conocía, más verdadero que sus diarios.
P: ¿A qué lado se refería?
R.: La relación tan íntima con el sultán, y Abraham, una cierta erótica entre ellos. Su entusiasmo desmedido y no detenerse nunca el dolor que le atravesó y de no volver nunca a Francia. El heredero escribió una biografía con imágenes muy bonita. Muchas veces, para contar bien una historia, hay que vestirla y estirarla, si la cuentas como fue, no funciona. Es como las columnas del Partenón: para que parezcan rectas las construyeron torcidas. Si quieres conocer la vida del general Custer, igual hay que mistificar un poco para acertar. Casi todo lo que contamos es verdad, pero es delirante porque hemos estirado.
P.: Citabas antes a Benjamin, que es el autor del concepto de aura para el arte. El filósofo alemán anticipó la tecnología que duplica las imágenes terminaría con su autenticidad. Ahora, en la era de la IA, el celuloide nos parece completamente áurico.
R.: Es terrible. Barthes tiene un pequeño artículo llamado Al salir del cine, que dice que la sala de estar acaba con la erótica de la sala. Ese fue el gran invento de los Lumière cuando Edison ya había inventado ese aparato insoportable que es el kinetoscopio. Y sí, la película hay que leerla también a la luz de la inteligencia artificial. La pornografía de las imágenes que provoca la inteligencia artificial puede destruir el cine como lo entendemos. Estamos a un paso de ver una película de Marilyn Monroe, de Gary Cooper. Eso es terrible, la destrucción del aura del cuerpo, la destrucción de todo.
P.: Albert Serra siempre reclama la importancia de la inocencia de las imágenes como antídoto.
R.: Es otra de las celebraciones de la película. Hay que volver a los orígenes. Ahora mismo hay una crisis de la representación por culpa de las plataformas, por culpa del maldito Netflix, por culpa de la inteligencia artificial. ¿Dónde está la respuesta? Hay que volver a los orígenes, a los que se hicieron las preguntas antes que nosotros. Y aunque no encuentres las repuestas, te ayuda a formularte la pregunta más clara. Hablar con los Lumière, hablar con Méliès, hablar con las vanguardias. ¿Harían esto los Lumière? Ahí está la respuesta. Yo creo que harían digital, eran unos modernos. ¡Hasta inventaron la venda de grasa en la Primera Guerra Mundial para curar quemaduras! Inventaron la fotografía en color y hubieran inventado el digital, pero no harían inteligencia artificial. Creían en el espectáculo gregario, no en la soledad, porque eran socialistas. Creían en el obrero y en la obrera: tenían muchas mujeres a su cargo. Sus empleados les querían porque daban subsidios de desempleo antes de que existiesen subsidios de enfermedad. Eran admirables y, ante todo, humanistas. Ahora la imagen se ha deshumanizado y la película plantea volver a los orígenes, cuando éramos más inocentes y creíamos que todavía podíamos esperar algo de las imágenes.
Y, a la vez, la película parece que filma como los Lumière, pero por una razón muy práctica: la cámara era pesadísima. Cada truco de la película está hecho en la cámara: los fundidos a negro, las sobreimpresiones. Las cámaras modernas no lo permiten y por eso utilizamos una cámara antigua de estudio de 35mm.
P.: En una secuencia se recuerda que solo percibimos una parte del espectro electromagnético como forma de subrayar que las hay posibilidades del cine por descubrir.
R.: Es Benjamin de nuevo. Y leer la historia del cine como debe ser leída: mirada al pasado, proyectándonos hacia el futuro. Solo vemos el 10% del universo y todavía está todo por inventar en el cine y en las narraciones. Las plataformas siguen con relatos del siglo XIX.
P.: En tu película se homenajea a Chaplin, pero sobre todo es muy keatoniana, por lo metacinematográfico. En el origen del cine, de hecho, era la comedia la que impulsaba el lenguaje cinematográfico a pasos de gigantes. Que la comedia sea vanguardista es ahora algo revolucionario.
R.: Qué bonito. Solo Lauren y Hardy pararon bien al sonoro. El burlesco y la pantomima se perdieron para siempre y fue una pena. Años después tuvieron que recuperarlo gente como Jacques Tati. Keaton o Chaplin no eran la vanguardia del cine, eran la vanguardia de las artes. Era celebrados por los cubistas, por Alberti, por Lorca. Eran la vanguardia de la pintura y la escritura. La película convoca esa forma de filmar a través de apariciones, desapariciones, trucos. Es más de Keaton que de Chaplin, aunque valoro a los dos y se dice que Chaplin será "el futuro del cine". Me parece bonito decir que la risa nos salva y la película quiere ser humorística. El humor no es la carcajada. El humor es Kafka, Beckett: esa suspensión del sentido que te pasa con Chaplin o Keaton, que te descoloca. Mark Twain decía que lo malo del humor es que nadie te toma en serio. Ahora es al contrario, lo malo del humor es que te toman en serio, te meten en la cárcel y se ofenden.
P.: La película está atravesada de Francia. Desde el primer plano sacado de un cuadro impresionista, pasando por la música, o las cartas leídas que parecen sacadas de Las dos inglesas y el amor, de Truffaut.
R.: La música recurrente es muy pertinente y coherente. La película gustará más o menos, está llena de cosas, pero nada es casualidad. Jean Renoir hizo una película muy corta en 1936, Una partie de campagne, y Gabriel Veyre murió mientras se rodaba. Renoir tenía muchos cuadros de su padre y los impresionistas que más me gustan, Degas y Manet, eran muy cinematográficos. Lo alucinante de ellos no era el tratamiento de la luz, sino la manera de encuadrar de repente. Fueron coetáneos de los Lumière y su primera exposición se hace en el taller de Nadar, gran fotógrafo de su época, situado en la misma calle de la primera proyección de los Lumière.
Y Las dos inglesas y el amor es mi película favorita. Sí, la convoqué, como antes no han hecho Woody Allen, Fernando Trueba o Jonás Trueba. Las cartas leídas a cámara son muy cinematográficas, a la vez que teatrales, como del Siglo de Oro. Las cartas en el cine son muy bonitas porque lo que hacen es acabar con el tiempo y con el espacio. Por eso es cinematográfico: es experiencia existencial compartida. Tienes lo que no existe en el mundo, la convivencia de tiempos. Y eso es precioso. Lo bonito del cine no es que sea pasado, presente o futuro, eso es horrible. Eso lo tomamos prestado de la literatura y hay que acabar con ello. Lo bonito del cine es que todos los tiempos confluyen en el tiempo del cine y eso lo permiten las cartas. Por eso yo siempre que puedo meto cartas en las películas o diarios o notas urgentes.