Marisa Paredes, la elegancia de la pobreza
- La actriz, siempre reivindicativa, participó en marchas contra la pena de muerte en sus inicios
- Una imagen poderosa, de una mujer con conciencia de clase y una elegancia desafiante
Hay una imagen poderosa de Marisa Paredes que podemos evocar estos días en que compañeros y amigos rememoran vivencias compartidas, y que da para serie de televisión. La contaba ella misma en una reciente entrevista en RNE. Tenía veintitantos y trabajaba en el teatro. Ella, siempre reivindicativa, participó con otros compañeros en una marcha contra la pena de muerte en los últimos años del franquismo.
Hostigados por la policía, el grupo acabó refugiándose en el oratorio del Santo Niño del Remedio, a dos pasos del Teatro Real. De un lado, el del coro, los feligreses, que comenzaron a increparles y llamarles “rojos y asesinos”; del otro, el de la única puerta, la policía, ordenándoles salir “con el carné de identidad en la boca”.
Marisa recuerda que pasaban los minutos y ella, horrorizada, veía acercarse la hora de la función de tarde. Faltar al teatro sin justificación (peor aún, sin avisar siquiera), se pagaba caro, y ella no estaba para jugar con su incipiente carrera. Así que, muy a su pesar, se doblegó, mordió el DNI y salió del oratorio.
Conciencia de clase
Esa Marisa joven y activista, con su conciencia de clase “bien agarrada” saltando de la protesta al teatro, y del teatro a los estudios de Prado del Rey, para protagonizar los Estudio 1 de aquella televisión franquista, regresando tarde a casa, la portería donde había nacido, y en la que trabajaba su madre, en la plaza de Santa Ana, en Madrid; esa Marisa tiene su propia serie de televisión, innegable.
Puede que a muchos sus humildes orígenes les sorprendan, porque dan por sentado, erróneamente, que la elegancia es patrimonio de los pudientes, y Marisa Paredes tenía mucha clase.
Alguien dirá, a la vista de la realidad, que fue elegante “a pesar” de pobre, pero ella le corregiría: era elegante “precisamente” por ser pobre, como respuesta a los ricos. “En los 50”, explicaba ante el micrófono de Radio Nacional que había recogido su anécdota en el oratorio, “ser rico o pobre era evidente en tu forma de vestir, en tu forma de calzar… yo era pobre, pero con una actitud de reto”. Otro reto fue presentarse en una entrevista con José María Iñigo fumando en pipa.
"Yo puedo ser más elegante que usted"
La actriz, que definía la elegancia como una “sensibilidad” ante las cosas bellas y bien hechas, observaba a los señoritos de paseaban su alto standing por el barrio en el que su madre trabajaba de portera y pensaba para sus adentros “Yo puedo ser más elegante que usted. No tengo su vestido, no tengo sus zapatos, pero tengo mucho orgullo, mire que bien ando”.
Parte de esta elegancia adquirida y desafiante vino del teatro en el que empezó a trabajar a los 15, en contra del criterio de su padre, porque la segunda función diaria terminaba a una hora a la que una joven decente no debía deambular por las calles.
Marisa formó parte de aquel grupo mítico de intérpretes del teatro televisado junto a José Bódalo, Luisa Sala, Joaquín Roa, Manuel Tejada, María Massip o Encarna Paso. Su clasicismo y teatralidad, dos rasgos de estilo a los que nunca quiso renunciar, ni siquiera cuando los vientos parecían soplar en contra, y que permitieron que fuese siempre única, hicieron que Almodóvar, mitómano del Hollywood dorado, se enamorase perdidamente de ella. De su aura de eternidad.
Carácter eterno
Porque Marisa Paredes fue nuestra Lana Turner, sofisticada y ampulosa. No es casualidad que en Tacones lejanos, por ejemplo, su icónica Becky del Páramo resulte un delicioso homenaje a la Joan Crawford de Alma en suplicio, o que la atormentada Leo, de La flor de mi secreto, pueda leerse como un retrato de la intensidad y angustia existencial de la sufridora hollywoodiense por excelencia, Susan Hayward.
En estas interpretaciones meta cinematográficas de sus papeles con Almodóvar no puede faltar Huma Rojo, su personaje en Todo sobre mi madre, una diva del teatro, cabeza de cartel de Un tranvía llamado deseo, que Pedro escribió pensando en Marisa, pero en el que puso mucho de Gena Rowland, Bette Davis y Romy Schneider. Marisa Paredes podía ser todas ellas a la vez, porque a pesar de las modas, independientemente de que los premios llegasen o se hiciesen de rogar, se mantuvo fiel a su inquebrantable fe en la elegancia de lo teatral.
Tras su muerte, tal y como decía Almodóvar en declaraciones a RTVE, Marisa Paredes, actriz superdotada y superlativa, querida y venerada en todo el mundo, “adquiere un carácter eterno, como si el tiempo no pudiera afectarla”.