Alfares de luz barroca: entre barro, hornos y mandiles olvidados
- El libro La huella silente, del fotógrafo Javier Ayarza, recoge 60 fotografías de los talleres cerrados en Portillo (Valladolid)
- La publicación es del proyecto Re_hacer, creado por el colectivo Néxodos para documentarlos y rescatar su memoria
Con cada vuelta del torno se suma un recuerdo a la memoria de barro de Portillo (Valladolid). Las manos de Chusma la moldean con la pericia que tenía su tatarabuelo al llegar de Villalar de los Comuneros. El taller es otro, pero el baile, en esencia, es el mismo que heredó de sus ancestros. Ahora el alfar de Jesús Manuel García se llama El obrador del alfarero y ya no solo trabaja el barro rojo de la zona. “Desde hace 20 años utilizamos barro blanco, cuando aquí nadie lo hacía” para adaptarse al gusto del público. Empezó con ocho años, ayudando a sus padres y a sus abuelos. “Soy la quinta generación”, dice con orgullo. No habrá más. “Como tal, la alfarería que conocemos en Portillo ya no existirá en 10 años, porque ya estaremos todos jubilados”, afirma convencido.
Nadie sabe con exactitud cuántos alfares hubo en Portillo trabajando a la vez en el siglo XX. Unos 50, quizá. Hoy solo quedan cinco talleres en funcionamiento. “No trabajaban menos de siete u ocho personas en cada uno. Y luego la gente que vivía alrededor de la alfarería: el que traía la leña, el que pisaba el barro…”, detalla Chusma. Entonces se torneaban, sobre todo, cacharros utilitarios: cántaros, cazuelas, botijos, jarrillos. “Ahora la gente usa la cerámica porque es bonita, porque tiene diseño, porque es especial”.
Imagen del alfar de Pragmacio de la Calle, en Portillo (Valladolid) Javier Ayarza
El tiempo detenido
Cruje la puerta de madera de la Alfarería Pragmacio de la Calle. La abrió en 1939 y se cerró hace unos 20 años tras más de medio siglo de trabajo. Entras y todo ha quedado detenido en el tiempo. No es una frase hecha: los mandiles embarrados cuelgan de la pared, como las tijeras o una nota escrita a mano en la que se detalla, entre otros pedidos, 30 botijos de agua, dos cajas de ‘ajeros’, 150 juegos de cuba… La letra es bonita.
El fotógrafo Javier Ayarza despliega el trípode y monta la cámara. Conoce bien la atmósfera de claroscuros que aquí se respira: “Son lugares con luces barrocas. Esto es Zurbarán, Velázquez… Es el Barroco español en la pintura”, dice mirando a su alrededor.
Ayarza pertenece al colectivo de creación contemporánea Néxodos. Acaba de editar un libro bajo el sugerente título de La huella silente con 60 fotografías de los alfares cerrados de Portillo. En el colectivo, con el proyecto Re_hacer, se dieron cuenta de que la alfarería tradicional se esfumaba. “Es importante documentar estos espacios que se están perdiendo. Es importante recuperar su memoria”, asegura.
La alfarería fue la seña de identidad de Portillo durante décadas y centro de producción de referencia en Castilla y León. De aquí salían muchas de las jarritas de barro que se pusieron de moda como souvenir. Con la apertura de la fábrica de coches Fasa-Renault en Valladolid capital, a apenas 30 kilómetros de distancia, “hubo alfareros que combinaron los dos sectores”, cuenta el fotógrafo. Otros, directamente, dejaron el barro, un oficio sin horarios, ni vacaciones, ni Seguridad Social. “Tomaron la decisión de que era mejor vida que la que tenían”, reflexiona.
Imagen del alfar de Pragmacio de la Calle, en Portillo (Valladolid) Imagen del alfar de Pragmacio de la Calle, en Portillo (Valladolid)
Ayarza se sitúa ahora en la boca de un horno de tipo árabe que sigue sorprendentemente en pie. Es un acceso angosto, sin luz. Un lugar difícil de fotografiar. “Todos los alfares tienen alguna cosa peculiar. En este caso, la sorpresa fue encontrar una última cocción. La dejaron ahí, sin recoger. Después, cerraron el alfar y se fueron”. Ese instante es la fotografía de portada del libro: un montón de piezas ennegrecidas y colocadas con sumo cuidado en líneas precisas.
“Obviamente, aquí ha habido dolo. También contiene las esperanzas y los deseos de muchas generaciones, pero esto no lo pienso cuando fotografío. A pesar de lo que dice mucha gente, la fotografía no opera sobre el pasado; opera sobre el presente”, opina.
El último alfar cerrado
Andrés Pérez ha sido alfarero durante 50 años. Seguramente lo será siempre, aunque lleva cuatro meses jubilado: “La verdad es que da pena porque ves que esto se va acabando, porque no hay nadie que continúe con ello, pero es que llega el momento en el que tienes que dejar de trabajar”. Lo dice con resignación castellana, mientras atiza un fuego que ha encendido para caldear el último alfar que ha cerrado en Portillo.
“Es triste cuando una alfarería cierra, porque se cierra más que un negocio. Se cierra una forma de vida. Se cierra historia”, apostilla Chusma, mientras tornea la barriga de lo que parece una jarra incipiente.
Imagen del alfar de Pragmacio de la Calle, en Portillo (Valladolid) Javier Ayarza
La fotografía encapsula el pasado
Dice Ayarza que su trabajo tiene un “lenguaje documental, de nueva objetividad”. No obstante, en la edición del libro, “las fotografías están hechas por ensamblaje para poder mostrar mucho más el espacio”. Consiguen imbuirte en ese mundo pretérito. “Esta tipología de trabajo tiene una responsabilidad muy grande. Es una cuestión ética, porque yo puedo acceder a lugares donde normalmente la gente no puede entrar”.
Al observar las imágenes, a Chusma se le eriza el vello. La Alfarería Gascón Martín, la de Tertulino González López… En algunas el techo ha cedido y los hornos aparecen comidos por las zarzas. “Yo no solo veo fotografías de alfares, los conozco todos. Veo algo más. Ves tu vida ahí. Hay que conocer de dónde venimos”.