Casi un siglo después de su primera encarnación en Chamonix, los Juegos Olímpicos de Invierno han devuelto la llama olímpica a Pekín, la primera ciudad que ha acogido una edición de verano y otra de invierno. Un logro organizativo y tecnológico que culmina décadas de desarrollo de los deportes de nieve y hielo: ya no es necesario celebrar las pruebas en zonas de montaña, sino que se puede recurrir a urbes globales, como la capital de China, la gran superpotencia que viene.
Porque en un inicio, los juegos de invierno buscaron el arraigo que ofrecían las estaciones de esquí surgidas a finales del siglo XIX: Chamonix, al pie del Mont Blanc; St. Moritz, en el corazón de los Alpes suizos; o Lake Placid, en el este de Estados Unidos. La Alemania nazi fue la primera en innovar con su sede, fundiendo dos ciudades bávaras sin tradición en los deportes de invierno para acoger la edición de 1936; hoy, Garmisch-Partenkirchen es una conocida estación de esquí, que acoge competiciones de gran relevancia, como el Torneo de los Cuatro Trampolines en Año Nuevo.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los juegos de invierno se consolidan y empiezan a alcanzar su verdadera dimensión global. Oslo es la primera capital, la primera gran ciudad, en acoger una edición invernal, al tiempo que honraba la tradición escandinava que subyace en muchos de los deportes invernales. Noruega, de hecho, es el país que en más ocasiones ha encabezado el medallero, hasta nueve (diez si termina por liderar también el de Pekín 2022).
Los juegos, no obstante han vuelto ocasionalmente a pequeñas estaciones de montaña, desde Cortina d¿Ampezzo en 1956 hasta Albertville en 1992 o Lillehammer en 1994, pasando por Squaw Valley: en aquel valle californiano no había más que un hotel y un par de remontes cinco años antes de la celebración de los juegos de 1960. Pero se levantó toda una infraestructura que incluía la primera villa olímpica en unos juegos de invierno. E incluso Walt Disney retransmitió las ceremonias de inauguración y clausura. En aquellas ediciones, un aficionado podía asistir a la mayoría de las pruebas caminando de un lugar a otro de la sede.
Pero ese modelo ha ido decayendo en favor de ciudades globales, con sedes repartidas e incluso a cientos de kilómetros, como ocurre en Pekín: la estación de esquí de Zhangjiakou, donde se celebran el esquí de fondo, los saltos, el biatlón y el snowboard, está a 200 kilómetros de la capital y en otra provincia distinta.
Desde que la climatización y la nieve artificial hacen posible llevar los deportes invernales a casi cualquier lugar, la ubicación de la sede ha perdido importancia en favor de su proyección internacional. Así, los juegos han pasado recientemente por Turín, Vancouver o Sochi, esta última una ciudad relativamente cálida a orillas del mar Negro, por más que las estribaciones montañosas del Cáucaso estén a unos 45 kilómetros.
Aunque Pyeongchang, en Corea del Sur, recuperó en cierta medida la tradición de las zonas de montaña, los Juegos Olímpicos de Invierno parecen encaminados a reforzar su vocación global recurriendo a las grandes urbes. Dentro de cuatro años, en 2026, volverán a Cortina d¿Ampezzo, aunque allí solo se ubicarán las pruebas de trineo, biatlón, curling y parte del esquí alpino. El resto de disciplinas irán a otras cuatro subsedes de montaña, aunque la ceremonia inaugural - y el hockey- será en Milán y la de clausura, en Verona. Quizás sea la mezcla perfecta entre las dos tradiciones: la vieja montaña y la nueva era urbana.