Las relaciones entre Rusia y EE.UU. siempre han sido de cordial enemistad. A veces más y a veces menos. Ha habido momentos en los que se intentó partir de cero, volver a empezar, y para muestra un botón: el que Hillary Clinton, entonces secretaria de estado, presentó como regalo a su colega ruso Sergei Lavrov. En marzo de 2009, en Ginebra, Clinton propuso resetear las relaciones y Lavrov aceptó el botón rojo con mucho humor. Prometió colocarlo en su escritorio. Pero se quedó en un mero gesto, porque durante la presidencia Obama hubo mucha tensión entre Washington y Moscú. El entonces presidente de EE.UU. nunca ocultó su falta de sintonía con Vladimir Putin, especialmente desde 2014.
En 2016 todo cambió. Donald Trump había ganado y no paraba de repetir lo agradable que sería tener buenas relaciones con Rusia. Putin fue de los primeros en celebrar el triunfo de Trump, y hay sospechas de injerencia rusa en su victoria electoral. En 2020 Biden ganó las elecciones y su relación con Putin es gélida. No se fía nada, como ha dicho en varias ocasiones.