Junto al cementerio de La Almudena, en Madrid, vivió y creció Francisco, que desde pequeño sintió una especial atracción por el lugar y lo que representaba. Esa muerte de la que le hablaba una voz susurrante que le acompañaría siempre, ya en sus paseos nocturnos de chaval por el camposanto, acompañado ya de un cuchillo, espiando a las parejas, antes de regresar al chamizo donde su padre albañil le reprendía a golpes, mientras junto a la madre, limpiadora, intentaban sacar adelante a la familia a finales de los años sesenta.
En el cementerio, Francisco cometió su primer delito conocido, en 1973: la violación de una mujer que había acudido con su novio a mantener relaciones íntimas. García Escalero fue 11 años a la cárcel. Era un preso tranquilo, no daba problemas, y nadie quiso asomarse al precipicio de su mente, tampoco cuando encontraron en la celda los pájaros muertos que le hacían compañía.
A la salida de prisión, con su larga lista de enfermedades a cuestas, regadas por varios litros diarios de alcohol, Francisco García Escalero comenzó a habitar las calles sin nombre de la mendicidad, las que son todas iguales. Y de ahí, las constantes entradas y salidas del hospital psiquiátrico. Una vez le descubrieron en el cementerio frente a tres cadáveres desenterrados. Se estaba masturbando. En otras ocasiones, de regreso al hospital, ya lo decía él: vengo de matar a alguien. Pero nadie le hacía caso.
Un día a finales de 1993, alguien reparó en que su confesión estaba refrendada en un hecho cierto. Del hospital salieron dos enfermos y volvió solo Francisco. El cadáver de Víctor Luis Criado, de 34 años, había aparecido calcinado junto al cementerio de La Almudena. Detuvieron a Francisco que no tuvo problema en describir cómo le había aplastado la cabeza y a un policía de Homicidios se le ocurrió preguntar por otro crimen sin esclarecer. Y por otro, y por otro… Por fin alguien hacía caso a Francisco. Faltaban dos días para la Nochebuena del 1993. Francisco tenía 39 años. Acababa de confesar 11 crímenes.