La humanidad ha avanzado a base de prueba y error. Una de las lecciones para la ingeniería que nos ofrece la historia –asegura Alberto Sols, director de la Escuela de Arquitectura, Ingeniería y Diseño de la Universidad Europea de Madrid-- es el hundimiento del Vasa, un navío de guerra sueco que en 1628 se hundió en su viaje inaugural.
En aquella época, Europa se hallaba sumida en la Guerra de los Treinta Años y Suecia trataba de consolidarse como potencia en el Mar Báltico. El rey encargó la modernización de la flota con la construcción de cuatro grandes buques de guerra, uno de ellos el Vasa. Los problemas comenzaron inmediatamente con los sucesivos cambios de diseño. La quilla inicial de 108 pies acabó siendo de 135. El barco iba a estar dotado de 32 cañones en una cubierta cerrada pero terminó con 48 cañones de 24 libras en una doble cubierta. Aquellos cambios, a toda prisa, alteraron la forma del buque y su centro de gravedad, modificando de forma dramática la estabilidad.
El 10 de agosto de 1628 el Vasa zarpó en su viaje inaugural, con las troneras de los cañones abiertas, para que el público pudiera admirar su poderío. Aunque el mar estaba en calma y la brisa era suave, comenzó a escorarse rápidamente a babor, embarcó agua por las troneras y naufragó frente a la pequeña isla de Beckholmen tras haber navegado menos de una milla náutica. Perecieron 53 hombres.
El barco quedó semienterrado a 32 metros de profundidad. Casi todos los cañones fueron recuperados poco después del naufragio y en 1961 el Vasa pudo ser reflotado. En la actualidad se puede visitar en un museo construido expresamente para él.