Anne Sullivan nació un 4 de abril de 1866 en Feeding Hills, Massachusetts, bajo un cielo tan gris como las miserias de su tiempo. La casa que la vio llegar era una caja de tablas mal clavadas, sin más adorno que el peso de la pobreza y el aire afilado que silbaba entre las rendijas. Sus padres, Alice Cloesy y Thomas Sullivan, habían cruzado el Atlántico desde Irlanda, empujados por la Gran Hambruna, esa sombra verde que devoró la tierra de los tréboles y arrojó al exilio a quienes soñaban con un pan menos negro.
Anne nació con los ojos abiertos, como si quisiera verlo todo desde el primer instante. Pero el mundo que la recibió no era amable: pobreza, tuberculosis y un padre que se sostenía más en el trago que en los rezos. La madre se consumía como una vela en la enfermedad, y Anne, con apenas cinco años, contrajo tracoma, esa condena silenciosa que convierte la vista en un naufragio.
En 1880, a los catorce años, Anne Sullivan llegó a la Escuela Perkins para Ciegos. Su entrada no fue gloriosa: desaliñada, analfabeta y con la mirada turbia por el tracoma. Pero Anne no era una mendiga más; era un volcán. Los demás estudiantes, hijos de familias acomodadas, la miraban como a una intrusa. A Anne no le importó. Se aferró al conocimiento como quien se aferra a un salvavidas.
Se graduó con honores en 1886, con una ovación que resonó como una redención. Pero el destino, siempre caprichoso, le tenía preparada una tarea que haría historia.
Anne una mujer, una diosa, una rebelde.