Aretha Louise Franklin nació con la música en las venas y la rebeldía en los ojos. Una mujer que cantó antes de aprender a hablar y que reinó en el soul como quien se proclama soberano de su propio destino, sin esperar coronas ni aplausos. En su voz estaba América: el lamento de los campos de algodón, las plegarias del góspel, la esperanza de los que marchaban por los derechos civiles.
Con diez años, ya huérfana de madre, Aretha cantaba en la iglesia bautista de Detroit, mientras su padre la exhibía como un diamante en bruto. Aprendió piano por instinto, por oído, como si las teclas fueran extensiones de su cuerpo, como un lenguaje secreto entre ella y Dios.
A los doce años tuvo a su primer hijo, Clarence. A los catorce, al segundo, Edward. Dos hijos antes de ser adolescente, dos vidas que cuidar mientras la suya aún no terminaba de arrancar. Pero Aretha no se detuvo. Salió de casa, dejó a los niños con su abuela y su hermana, y se lanzó al mundo con una voz que era una promesa y una amenaza.
En los años 60, cuando el soul comenzó a incendiar las radios y los corazones, Aretha tomó el micrófono como quien toma una bandera. Grabó “Respect” y el mundo la escuchó: no solo una canción, sino un manifiesto, un grito de guerra para los derechos civiles y la liberación femenina. En esa voz cabían todas las luchas, todas las derrotas, todas las victorias.
Se casó, se divorció, tuvo dos hijos más. Vivió entre las luces del escenario y las sombras de su vida privada.
Aretha Franklin no fue solo una cantante. Fue un puente entre el dolor y la redención, una luz que nunca dejó de brillar, una reina