Harriette Chick, su nombre resuena en cada vaso de agua limpia, en cada niño que hoy crece fuerte y sano. Desde muy joven mostró un interés peculiar por el agua, ese líquido aparentemente inofensivo que podía, según ella, ser tanto la fuente de la vida como su verdugo.
Harriet se hizo microbióloga y nutricionista, una de las pocas mujeres en su tiempo en alcanzar tales logros. Se entregó de lleno, y pronto sus investigaciones sobre el agua y los desinfectantes abrieron las puertas a la potabilización, un proceso que, aunque rudimentario en sus inicios, salvaría miles de vidas. El siglo XIX estaba repleto de insalubridad, de pestilencias que se consideraban inevitables. Pero Harriet, desde su modestísimo laboratorio, comenzó a demostrar que lo inevitable sólo era fruto de la ignorancia. El agua podía ser salvada, tratada, purificada. En sus manos, los desinfectantes adquirieron un nuevo significado: no eran simplemente productos químicos, sino herramientas de redención.
Sin embargo, su obra maestra fue desentrañar un misterio que durante años había dejado perplejos a médicos y científicos: el raquitismo. Las teorías dominantes hablaban de infecciones, de enfermedades misteriosas que afectaban a los niños con huesos débiles y cuerpos encorvados. Pero Harriet, con su paciencia