Era el 1 de noviembre de 1866, y, aunque el aire estaba cargado de historia, nadie sospechaba que Madeleine Colani, la niña que acababa de nacer en Estrasburgo, estaba destinada a escribir una historia propia, tan inquietante y sorprendente como las excavaciones que más tarde realizaría.
En 1909 Madeleine se embarcó en un viaje hacia un rincón apartado del mundo: Laos. En ese tiempo, las antiguas civilizaciones de Asia no eran tan estudiadas como las de Europa o Egipto, pero Madeleine sentía que allí, en la jungla de Indochina, se escondían secretos esperando ser desenterrados. En Laos, descubrió algo verdaderamente asombroso: los campos de jarras. En las montañas de Xieng Khouang, Madeleine encontró una serie de enormes recipientes de piedra, dispuestos en el terreno como si formaran parte de algún tipo de ritual ancestral.
A pesar de sus éxitos, Madeleine enfrentó desafíos constantes. Los hombres que dominaban el mundo académico no podían aceptar fácilmente que una mujer tuviera éxito en un campo que consideraban exclusivamente suyo. Había quienes dudaban de la validez de sus conclusiones, no por la calidad de su trabajo, sino porque se negaban a reconocer que una mujer pudiera alcanzar tales logros. Incluso en su regreso a Francia, donde su descubrimiento se hizo conocido, los académicos se resistieron a otorgarle el crédito que merecía. Su trabajo en Laos, aunque importante, fue minimizado por muchos de sus contemporáneos.
Algunos incluso insinuaron que su presencia en el campo de excavación se debía más a la casualidad que al talento.