Los hombres escribían, los hombres viajaban, los hombres dibujaban mapas con las puntas de sus espadas, con las suelas de sus sandalias gastadas, con la tinta de sus plumas altivas. Y Egeria miró el horizonte y dijo: yo también.
Antes que Marco Polo, antes que Heródoto, antes que los libros de viajes que vendrían después con firmas de varón y páginas de patriarca, estuvo ella, desgranando el mundo en su latín de andar por casa. No escribía como Cicerón, no hacía versos como Virgilio, no adornaba con filigranas la historia.
En el siglo IV, las mujeres viajaban, sí, pero no lo contaban. Se desplazaban en silencio, con la boca sellada, con los ojos bajos. Egeria no. Egeria preguntaba, indagaba, anotaba. Egeria contaba.
Fue la primera escritora de Hispania.
La primera en unir Occidente y Oriente con su pluma.
La primera en hacer de la palabra un pasaporte y de la fe un camino.
Egeria, una mujer, una diosa, una rebelde.