Nacida el 21 de abril de 1814 en Piccadilly, Londres, creció en el fulgor de una familia acomodada, pero no fueron los salones ni los vestidos de terciopelo los que atraparon su interés. Su abuelo, Thomas Coutts, un banquero de los que Inglaterra inmortaliza en mármol, le dejó una fortuna que la convirtió, a los 23 años, en la mujer más rica de Inglaterra. Podría haberse encerrado en el lujo, podría haberse casado con algún conde o marqués, como tantas. Pero no. Angela decidió que la riqueza, si no servía a los otros, no era más que un polvo brillante y estéril.
En un mundo donde la filantropía era un pasatiempo para aliviar conciencias, ella la convirtió en una cruzada. Rechazó todas las propuestas de matrimonio que llegaron con la misma voracidad con la que se le presentaban. No quería un anillo; quería cambiar el mundo. Y lo hizo. Empezó por las escuelas, restaurando las que se caían a pedazos y levantando otras nuevas en los barrios donde la infancia moría de hambre antes de aprender a leer. Para ella, enseñar a un niño era darle un futuro, arrancarlo del círculo de miseria que lo condenaba desde la cuna.