El mundo de la rectitud, de los caballeros, de la firmeza diatónica, se diluye desde el enigmático comienzo por las fuerzas (¿malditas?) del amor y del cromatismo. El desconcertante Preludio comienza con el "motivo del dolor" y el "motivo del deseo". Pronto aparece "la angustia de Tristán", y el auténtico temazo, el "motivo de la mirada", una de las más sublimes canciones de amor de la historia, que transpirará por toda la ópera. También suena el "motivo del filtro de amor", y del "filtro de la muerte". Dos jóvenes condenados a un amor inesperado e irrevocable se enfrentan a ese mundo del honor caballeresco, magníficamente reflejado al principio del Segundo Acto, cuando Isolda escucha cómo se aleja la noble fanfarria de las trompas, y con ellas toda su antigua certidumbre. Wagner nos sume en música sin rumbo, sin control formal, enfrentada a las trompas simbólicas del rey Marke. Música para la tragedia del último combate de Tristán, para la lealtad de Brangania y el fiel Kurwenal, para el traidor Melot, para el llanto del rey Marke, y música para sublimar el amor de Isolda, en su inolvidable despedida: "¿Sólo yo oigo esta melodía, tan maravillosa, y suave, dulcemente conciliadora?… En la crecida ondulante, en el sonido resonante, en el universo que suspira… anegarse, abismarse, inconsciente, supremo deleite".