“Vivir es descender a lo largo de los días por una sima de relámpagos y recuerdos”. Manuel Álvarez Ortega nos convoca con su voz de salmodia y alucinada, desde esa energía eléctrica en los versos a la mitad de un siglo devastado. Esos largos versículos se muestran en renglones briosos, como latigazos que se imponen a su propia fatiga. La escritura de Álvarez Ortega parece proceder de una revelación entre las zarzas ardientes todavía: guardan la aventura del lenguaje en llamas, en extensos versículos que aturden en ese temporal del siglo veinte, cuando todos los sueños se despiertan envueltos en la larga pesadilla de un alambre de espino. Un hombre escribe desde una soledad que tiene algo de vocación telúrica, sobre la mesa del Café Gijón, esperando a que lleguen sus amigos. Estamos en los años 60 y algo está a punto de partirse definitivamente en la poesía española: desde el compromiso más o menos político en parte de la generación del 50, nos acercamos a un grupo de muchachos muy nuevos, novísimos, que dinamitarán la poesía española y reconocerán a Álvarez Ortega como hechicero del culturalismo. Hay pulsión y muerte, hay poesía decadente francesa traducida por él, hay larga penumbra en el canto oscuro que recoge la desintegración de un mundo, de La huella de las cosas, en 1948, a Cenizas son los días, en 2010. Bienvenidos a la génesis del escenario simbólico de Manuel Álvarez Ortega.
No eran molinos. Clásicos de la literatura española
Antología poética, de Manuel Álvarez Ortega
25/04/2024
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