Luis Barahona de Soto nace en 1548 en una hermosa tierra, cuna de poetas sefarditas: Lucena, Córdoba. Su poesía italianizante pertenece a la escuela garcilasista, aunque cerca de cierto manierismo. La belleza se nutre del instante desnudo en el paisaje de sus montes heridos, como en la escuela granadina antequerana, antes de la rotundidad de la tradición en Sevilla. Esta Primera parte de la Angélica, conocida como Las lágrimas de Angélica, es un poema extenso en octavas reales con gran poder descriptivo, en homenaje a Ludovico Ariosto. Celebrará su arte versificador el “Fénix” Lope de Vega, y sus extraordinarios Diálogos de la montería le valdrán los elogios de Leandro Fernández de Moratín. Poesía depurada y limpidez. Nos dice así: “Donde no hay claridad no hay luz, ni puede / haber entendimiento”. La influencia que recibe de Fernando de Herrera es alta, como se aprecia en Canción por la pérdida del Rey Don Sebastián en África, y se advertirá en esa evocación sensual ofrecida sin mácula, más allá de toda situación, con la entrega del cuerpo y del espíritu, en un amor total. Es un poeta lucentino, garcilasista en su elegancia casi manierista, médico y guerrero contra los moriscos. En el donoso escrutinio de Don Quijote, Cervantes salva su libro Las lágrimas de Angélica de las llamas, entre elogios del cura, mientras los demás se reducen a cenizas, entrando en el reino poético de la inmortalidad.
No eran molinos. Clásicos de la literatura española
Las lágrimas de Angélica, de Luis Barahona de Soto
12/01/2024
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