El Madrid que retrata Camilo José Cela en La colmena ya no es ese Madrid “absurdo, brillante y hambriento” que miró Valle-Inclán. Sin embargo, están relacionados: por algo se considera a Cela, todavía, el último escritor del 98. Porque, aunque escriba su obra tras la Guerra Civil, algo hay siempre en él de poeta andador noventayochista, narrador visionario que vislumbra, andando por las tierras españolas, sus almas escondidas en las voces de gentes que preservan un saber telúrico. Y de entre todos los miembros del 98, seguramente es Valle con el que guardará Cela más familiaridad: por su creación tan vibrante en las palabras y ese tremendismo visible en los ambientes, tan cerca del esperpento valleinclanesco como de esos cuadros verticales, salvajemente costumbristas de José Gutiérrez Solana. También por ese alma degradada de los personajes que tratan de mantener su dignidad, en el caso de Valle; aunque, en el caso de Cela, en ese Madrid gris de la posguerra inhóspita, el drama de sobrevivir ha sustituido a la sensación de absurdo del reinado final de Alfonso XIII, y ya no hay brillantez. En La colmena ya ha pasado todo, pero todo está a punto de empezar para esa larga noche de los derrotados, con unos personajes que se mueven entre la mezquindad, el sometimiento, la compasión y el abuso, sin mañana posible. La victoria sigue siendo la coartada de muchos vencedores, mientras dura el dolor. Cela pone su espejo ante un país que ha asistido a su demolición. Ahora sólo quedan los escombros rodantes, la vida fragmentada en la colmena que únicamente aspira a resistir el día. Su Madrid ya es sombrío, se ha oscurecido sin ningún contraluz, y ya no hay dignidad ninguna que salvar.
Sólo el frío en la calle, en el cuerpo y los ojos hacia abajo, la ciudad convertida en amenaza y esa hambre voraz de los sueños perdidos.