El carisma que al parecer tenía en la distancia personal Jaime Gil de Biedma no debe ser de un orden muy distinto al propio atractivo cómplice su poesía, en ese cuerpo a cuerpo confesional con quien completa el poema al leerlo, en el trato con el paso del tiempo y el azote de las emociones, como memoria íntima que ha preconfigurado el yo, pero también el tú del lector. El mismo yo que una ginebra doble junto a la baranda calurosa en un viaje a Manila, o en el bar Carioca, en Barcelona, con Gabriel Ferrater y un joven Salvador Clotas, o en un puerto sangriento, con marineros de brazos tatuados a fuerza de navaja, en busca del misterio de los cuerpos; o el sonriente, en las fotografías junto Beatriz de Moura y un Juan Marsé que salía de Teresa para adentrarse en Montse, en la piscina de verano en la vieja casa solariega en Nava de la Asunción, donde vio pasar la infancia en la Guerra Civil y descubrió la libertad: todos son el mismo Jaime Gil de Biedma, capaz de retratarse con fisuras marcadas con duro escalpelo y escribir contra sí mismo.
No eran molinos. Clásicos de la literatura española
Moralidades, de Jaime Gil de Biedma.
27/01/2023
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