En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo. Cuánto le debemos a su rastro, cuánto hemos volado tantas generaciones de lectores, y también de escritores, en ese pulso abierto entre imaginación y realismo, utopía y reflexión, novela que se narra o que se cuenta a sí misma desde dentro, género de géneros abiertos en multiplicación que se ríe de las novelas de caballerías sin renunciar jamás al idealismo, que muestra la realidad más áspera y sangrante con una crudeza sensorial y, sin embargo, es tierna y compasiva. Cuántos amaneceres por los amplios caminos de la literatura viendo a Don Quijote en lontananza, con su sombra alargada sobre el tiempo que nos ha hecho soñar con otros mundos.
Igual que con Homero, Dante y Shakespeare, también con Cervantes la literatura universal tocará su cima, porque inventa la novela total antes de la novela, con una auto ficción que se convierte en la modernidad definitiva. Aunque, sin la vida agitada de Miguel de Cervantes, no habría Don Quijote. Nunca un libro encarnó más a un hombre y a un tiempo, y también su futuro. La escritura de espejo de Cervantes nos ofrece la condición humana en su esplendor continuo de derrota, con la libertad como expresión total del horizonte, sin renunciar al sueño de existir. Hoy caminaremos con Don Quijote, para liberar a galeotes y salvar doncellas, desfacer entuertos, galopar en la luz y descubrir, más que nunca, que no eran molinos: eran gigantes
