Gustavo Adolfo Bécquer ha sido el gran arcángel del Posromanticismo, esa gracia alada del lenguaje que vino a renovar el aire espeso de los salones líricos anteriores a la Restauración. Es uno de esos poetas que, sólo con ser nombrados, además de encarnar un mundo propio, representan también a toda la poesía. Y, en esa resonancia de su nombre, con Bécquer, parece que nos cae sobre los hombros ese peso de bronce de un Romanticismo que ya no está asistiendo, solamente, a su propia caída, sino que también presagia la modernidad. Así lo valorará Juan Ramón Jiménez, pero también Rubén Darío, en sus primeros vuelos modernistas; y, en el 98, Miguel de Unamuno y los hermanos Manuel y Antonio Machado. Luego, en el 27, reconocerán el legado de Bécquer Vicente Aleixandre y Luis Cernuda, Dámaso Alonso, Rafael Alberti y Federico García Lorca, que es otro de esos nombres que contienen un mundo sideral. Como prosista, Bécquer alcanza una gran altura en las Leyendas o en esas Cartas desde mi celda que escribirá en el monasterio de Veruela, bajo la sombra mítica del Moncayo, donde acudirá para recuperarse de la tisis, esa tuberculosis que es mortal en su época, y que no logrará mermar el ánimo de su escritura, ni esa ligereza del canto de vivir.
No eran molinos. Clásicos de la literatura española
Rimas, de Gustavo Adolfo Bécquer
13/10/2023
23:47