En su capítulo octavo, el Génesis narra el descenso de las aguas tras la inundación global ordenada por el Creador para limpiar los males de la tierra; ese relato del Antiguo Testamento apunta que el arca de Noé “descansó sobre el monte Ararat”. La montaña, que en realidad es un volcán extinguido de cumbre nevada, siempre ha sido el símbolo de Armenia, aun después de perderlo tras la Primera Guerra Mundial. El último siglo ha sido una concatenación de desgracias para este país surcaucásico que tiene más nacionales en la diáspora que fronteras adentro; una emigración forzada por el genocidio perpetrado (aunque no reconocido) por los turcos a partir de 1915. La herida sigue abierta, la nostalgia flota en el ambiente de ciudades como Ereván, cuyos habitantes solo deben mirar al sur para añorar y contemplar, desdibujado tras la bruma, su arrebatado Ararat.
