Por las fronteras de Europa   Arthur Koestler: El hombre que encarnó un siglo 17/01/2023 12:25

«Fui al comunismo como quien va a una fuente de agua fresca y lo abandoné como quien se aleja de un río envenenado, sembrado de ruinas de ciudades muertas y de cadáveres de ahogados», diría el escritor húngaro de lengua alemana, y más tarde inglesa, Arthur Koestler (nacido en Budapest en 1905 y fallecido en Londres en 1983), en su magnífica Autobiografía de II Tomos (que va de los años 1905 a 1940). Autor de Darkness at Noon, traducida como El cero y el infinito (de 1940), uno de los más grandes y estremecedores libros de literatura política del siglo XX, en el que se denunciaba la atrocidad de las purgas estalinistas y los procesos de Moscú de finales de los años 30, que significó su ruptura con el Partido Comunista en 1938, Koestler había nacido en el seno de una familia judía acomodada de Budapest.

En una misma vida encarnó los más violentos cambios que su siglo no dejaría nunca de provocar en sujetos apasionados, comprometidos y exigentes con la búsqueda de las posibles verdades de cada momento. Dominado por una «indignación crónica» que devoraba sus entrañas, como él mismo decía, escogió en cada una de esas radicales rupturas la más intransigente autenticidad. Cuando apareció el citado libro, que lo convirtió inmediatamente en una celebridad mundial, el régimen estalinista ya había causado más de diez millones de víctimas. En cada una de sus metamorfosis, en las que no cesó de revelar los experimentos criminales de su tiempo con los que muchos renegaron de la más esencial humanidad en nombre de utopías monstruosas, fue uno de los más ferozmente odiados y

vilipendiados, como demuestra la excelente biografía del francés Michel Laval titulada El hombre sin concesiones, de 2005.

«Cosmopolita desarraigado», como muchas veces se definió, exiliado perpetuo, en 1939 Koestler sería arrestado en París e internado como «extranjero indeseable» en un campo, junto a un gran número de prófugos antinazis alemanes y austríacos, cosa que más tarde recogería en su primer libro escrito en inglés, Escoria de la tierra, de 1941). Anteriormente había escrito en alemán una novela histórica, Spartacus (de 1938). Koestler mantuvo siempre con la Historia una relación tormentosa, crítica, de permanente descontento. En los años 20 está en Viena estudiando para ser ingeniero, pero repentinamente «quemará todas las naves», como fue siempre la constante de su vida, y se embarca hacia Palestina, siguiendo el sueño sionista de muchos jóvenes europeos judíos antes de la catástrofe.

Rechazado para trabajar en un kibbutz, convertido en un vagabundo, sin dinero, comenzará por primera vez a trabajar como periodista en Haïfa. En 1936 acude como corresponsal a España, es encarcelado y condenado a muerte en la cárcel de Málaga, experiencia que recogerá en su libro Testamento español. En 1930, en Berlín, ya había presenciado la imparable ascensión del nazismo, así como el diseño, perfectamente trazado, de las orgías totalitarias y de los extremismos (comunismo y nazismo) que desgarrarían durante la década siguiente todo el continente europeo. En 1933 regresa de la URSS a Europa, siguiendo órdenes del Komintern. En París entra a formar parte de la red clandestina de propaganda soviética en Europa occidental, cuyo jefe es el siniestro y huidizo comunista alemán Willi Münzenberg, al que el británico Stephen Koch le dedicaría una espléndida obra (El fin de la inocencia. Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales, de 1997).

Más tarde, cuando, en plena guerra fría, en 1950, Koestler y otros (como Manès Sperber, Raymond Aron, Arthur Schlesinger – futuro consejero de John Kennedy – , Golo Mann, Józef Czapski, David Rousset, Denis de Rougemont, Ignazio Silone, Margarete Buber-Neumann) pongan en marcha el Comité para la Defensa de la Cultura, él mismo utilizará las técnicas de «hegemonía de los intelectuales» aprendidas de Münzenberg, al servicio en este caso de la cruzada antitotalitaria que guiaba ya para entonces por completo su vida. Aquejado de Parkinson y con leucemia, se suicidaría en Londres con su última esposa, Cynthia.

Periodista, agitador, novelista y memorialista, personaje controvertido que protagonizaría algunos de los más vertiginosos cambios ideológicos del siglo XX, Arthur Koestler a lo largo de su obra cambiaría dos veces de lengua: una vez al alemán y otra, la definitiva, al inglés. Como no era menos de esperar, sería, como otros muchos inquietos intelectuales de su época convulsa, uno de los figurantes fijos del espléndido libro anteriormente citado de Stephen Koch, en el que se retrataba sobre todo la siniestra figura de Willi Münzenberg, el agente y difusor principal de la propaganda soviética de los años treinta entre las élites intelectuales de Occidente, a través de una compleja red llamada a menudo por sus enemigos «el Münzenberg-Trust», que influía y actuaba bien en París y en su Barrio Latino, en Londres, Oxford y Cambridge, en Hollywood o bien reclutando a brigadistas para la guerra civil española.

Ya alejado y desilusionado de esa utopía bañada en sangre, Koestler sería uno de los primeros evadidos del comunismo en el que había militado y había ayudado a difundir durante años. Famoso desde 1940 gracias a la publicación de El cero y el infinito, novela con la que selló su ruptura con el Partido Comunista – que se había hecho efectiva en 1938– Koestler personificó de forma estremecedora a través del relato devastador de un proceso de la Rusia de Stalin, y con la figura del bolchevique Rubashov, acusado de traición por el gobierno soviético – que él y otros ayudaron a crear en 1917– el mecanismo psicológico a través del cual un inocente podía llegar a confesar delitos jamás cometidos, hasta clamar, en un momento dado, por recibir el tiro de gracia.

Pero también las opiniones de Koestler sobre el judaísmo del que provenía serían a menudo polémicas. Algo que ya apuntó en su libro de ensayos La decimotercera tribu (The Khazar Empire and Its Heritage, de 1976) y que toda su vida acabó reafirmando públicamente: si bien era un convencido partidario de la existencia del Estado de Israel, se oponía abiertamente a la cultura judía de la diáspora. Según su opinión, los judíos debían, o bien establecerse en Israel, o bien asimilarse a las culturas locales. Por otro lado, como excelente escritor y testigo histórico que siempre fue, Koestler dejaría también un espléndido diario de su paso por las cárceles franquistas durante la guerra civil. Un diario de carácter escasamente politizado y, en cambio, volcado primordialmente sobre el sufrimiento universal y humano común a todos los condenados y en general a todas las víctimas inocentes de una contienda. Su título era Diálogo con la muerte

(Un testamento español) que permaneció durante años inédito en nuestra lengua, y que sin embargo debe ser considerado una «referencia» obligatoria, a situar junto a grandes clásicos como La esperanza, de Malraux; Homenaje a Cataluña, de Orwell; Los grandes cementerios bajo la luna, de Bernanos, y el más difundido de todos ellos, Por quién doblan las campanas, de Hemingway.

El relato de Koestler arrancaba de manera espléndida con la inquietante descripción de un frente desecho, fantasma: el de Málaga en 1937. Koestler describe el estado apático, premortuorio, de amarga espera sonámbula, de una ciudad sitiada, inerme, abandonada a su suerte, ante la inminente llegada de sus invasores. A lo largo de toda su narración y en especial cuando, trabajando como corresponsal de prensa extranjera, sea detenido y acusado de «espía», para ser seguidamente trasladado a la cárcel de Sevilla, insistirá en ese momento «crucial», que todos creen vivir y que nunca llega, que no es tal. Un momento irreal, suspendido, en el que nada excepcional anuncia el drama venidero. Un drama que luego, por fuerza, la literatura tendrá la misión de reinventar y recrear. Pero ahí, en ese preciso momento, no aparece ninguna señal. Al contrario. Todo es «banal», azaroso, accidental, incluso la desesperación y la forma de afrontar el miedo a la muerte.

Koestler ofrecerá una insustituible reflexión de primera mano sobre ese estado de excepción humana que tiene toda vida carcelaria en suspenso, a la espera de algo, ya sea un indulto de última hora como la llamada a medianoche para ser fusilados. En ese mundo «aparte», inaugurado a espaldas de la vida normal, se dará, por encima de todo, una especie de acuerdo humano último que expresa trágicamente el absurdo de cualquier guerra, en especial las civiles. Poco a poco, la cárcel crea un cosmos autónomo, en el que los otros presos, los guardianes, incluso el joven capitán fascista italiano del que Koestler se ha hecho amigo y con el que habla en alemán, se convierten en su nueva familia: si tiene que ser fusilado esa misma noche – se dice – le sería «más difícil» abandonarlos a todos ellos que a sus amigos y a sus auténticos familiares dejados muy lejos de allí, en Hungría.

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