“Mi madre estaba azul, de un azul pálido, mezclado de ceniza”, dirá la escritora Delphine de Vigan al comienzo de Nada se opone a la noche, uno de los mejores y más y perturbadores libros de la literatura francesa de las últimas décadas.
Delphine ya se había convertido en una escritora célebre y en 2008 se encuentra con el cuerpo de su querida madre suicida. Llevaba varios días muerta: “Las manos extrañamente más oscuras que el rostro cuando la encontré esa mañana de enero. Las manos como manchadas de tinta en los nudillos de las falanges”.
Unas semanas más tarde, se ve arrastrada por el torbellino implacable de su vida cotidiana, por promociones y actos relacionados con un nuevo libro que no permiten interrupciones, interferencias de lo personal. Delphine decide seguir, sobreponerse como un autómata y al menos luchar “por mantenerse en pie”. ¿Qué hacer, se dice esta hija que acaba de perder a su madre bipolar, una madre que toda la vida estuvo alternando crisis maniaco-depresivas con el puro pánico a la existencia que jamás le daba tregua? ¿Cómo seguir actuando? ¿Acallar la pena, amarrarla, sofocarla, sufrir en silencio, o emprender un camino de catarsis y superación del duelo, a la manera de Roland Barthes?
Por fin, un día, decide escribir “sobre ella, en torno a ella, o a partir de ella”. No sería la primera en hacerlo desde luego y durante tiempo rechazó
esta idea, manteniéndola a distancia y esgrimiendo para sí misma “la lista de los innombrables autores que habían escrito sobre sus madres”. Pero en su caso se trataba de afrontar ese tema precisamente porque “había sido picoteado y degradado” hasta la saciedad: “Mi madre -se dirá Delphine- constituía un campo demasiado vasto, demasiado sombrío, demasiado desesperado”.
Enseguida, ayudada por una fusión emocionada, sobrecogida y a la vez descarnada de rastros de vida, de testimonios de otros familiares que completan un retrato que se borra por momentos y de fotografías tomadas durante años como si se tratara de una crónica del París de los años 50, 60 y 70, Delphine se fuerza a no olvidar “el humor frío, fantasmal y la singular predisposición a la fantasía” de aquella madre bella, sabia, frágil, seducida por la lectura desde muy pequeña, mientras participaba como modelo en campañas de ropa de lujo para niños. Más tarde llegarían -como describirá Delphine en su libro o álbum fúnebre en memoria de su madre- “esos momentos de delirio en los que la vida se había vuelto tan pesada para ella que había necesitado escapar; momentos en los que su dolor solo podía expresarse mediante la fábula”.
Tras tres años sin poder escribir una línea, Delphine de Vigan (nacida en Boulogne-Billancourt, en 1966), directora de cine y autora de guiones aparte de novelista, volverá con una nueva obra maestra. Una obra que oscilará entra la autoficción, el thriller a la manera de su admirado Stephen King y la reflexión magnífica del papel del escritor en el siglo XXI y su relación con un público que lo catapulta una y otra vez hasta lo más alto, de forma angustiosa y apabullante, mientras íntimamente se lucha con la página en blanco y el bloqueo. El título de esta obra que significará de nuevo un éxito desbordante será Basada en hechos reales y no tardará en ser llevada al cine por Roman Polanski.
Una constante en la obra de esta autora (desde el impresionante retrato o búsqueda tenaz que haría de su madre en Nada se opone a la noche) serán las relaciones de dependencia, y la naturaleza de la responsabilidad entre unos y otros, tanto entre adultos, como entre adultos y niños a su cargo. En su bellísima novela No y yo (de 2008) la protagonista y narradora pierde a su hermana y tiene que enfrentarse en soledad al duelo en el que se sumergen a diario sus padres; en lo que respecta a su obra Las lealtades, Theo, de doce años, hijo de padres separados, sufre en silencio y
empieza a beber al tener que soportar los demonios íntimos, los secretos y mentiras que su padre y su madre han volcado sobre él; también en Las gratitudes, la amistad que une a una joven y una anciana ha forjado sus firmes lazos desde la época en que la primera de ellas, de pequeña, encontró refugio en casa de su vecina mayor.
Por su lado, Mélanie, la protagonista de otra de las mejores obras de esta autora, la estupenda novela Los reyes de la casa, una intriga que en ocasiones adquiere el tono de un thriller casi distópico, es una adicta. Pero no de las adicciones clásicas, que acababan en un hospital o en un centro de desintoxicación. Para ella, que se declara feliz, llevando una vida plena, aún no se han inventado esos centros especializados. Como en el relato El alienista de Machado de Assis en que un psiquiatra, llevado por su celo, acaba internando en el manicomio a todo el pueblo, menos a él mismo, Mélanie forma parte de la locura de muchos. De toda una sociedad que se dice cuerda.
Además, su adicción es de ida y vuelta, como una pescadilla que se muerde la cola: la sufre ella, que vive y actúa permanentemente dentro de un reality, el de su propia vida filmada, en su propio hogar, y la sufren los que caen en la hipnosis de sus plataformas en funcionamiento constante. Es decir, en sus exitosos videos de youtube que emiten todos sus movimientos y los de su familia a lo largo del día. Sus hijos Kimmy y Sammy, sin quererlo, se convierten en mini-influencers, con miles de seguidores de su misma edad. Niños aparentemente como ellos, pero que en su caso no son filmados sin parar ni tienen que atender las órdenes de un inflexible director de escena. Es decir, de su misma madre, ávida de captar seguidores como sea, con el objeto de recibir el pago correspondiente, y cuantioso, a la gran cantidad de productos que anuncia en su inacabable y repetido Día de la Marmota.
No es la primera vez que la excelente escritora que es Delphine de Vigan ha centrado su atención en los más frágiles de nuestra sociedad, niños y adolescentes sujetos a todo tipo de manipulaciones y abandonos, y a sufrir esos efectos secundarios, oscuros y secretos, de “los que no encajan”. De los que se han ido deslizando poco a poco, ignorados por los que les rodean, hacia un abismo vertiginoso dominado por el dolor y el aislamiento.
De Vigan, una de las mejores escritoras de estos momentos, a quien se deben libros magníficos y perturbadores, de una belleza insólita y
sobrecogedora, ya sean los de trasfondo autobiográfico como Días sin hambre (inspirada en sus años de anorexia), Nada se opone a la noche y Basada en hechos reales, o bien esa joya emocionante y extraña que es No y yo, ofrecería con su novela Los reyes de la casa un giro de ciento ochenta grados, una vez más sorprendente y desacostumbrado entre los escritores actuales. Es como si De Vigan hubiera abierto en canal lo más inquietante e insoportablemente brutalizado de nuestra sociedad, tratado día a día como costumbre escasamente nociva o, simplemente, como “signo de los tiempos”.
Mélanie ha hecho vivir a sus niños con la imagen siniestra de lo que para ella es la felicidad. Gracias a que en su casa, de adolescente, jamás faltaron a la cita del primer programa, Loft Story, que enloqueció a audiencias nunca vistas, de millones de telespectadores, Mélanie creció formando parte de esa parte de la sociedad cuya mayor aspiración es “salir en la tele para darse a conocer y, seguidamente, ser conocidos por haber salido en la tele”. Los daños psíquicos, quizá duraderos, de por vida, como cualquier tipo de abuso a menores, provocados por una sobreexposición precoz en la que los niños carecen de intimidad y son filmados y explotados por sus propios padres a todas horas del día, aún no ha sido definido por la ley. La indefensión es total. Pero todo estallará el día en que Kimmy, la pequeña estrella de la familia, sea secuestrada. Una novela espléndida y apasionante de Delphine de Vigan que se convierte a su vez en un extraordinario estudio sociológico que bucea en las zonas más desasosegantes y salvajemente alienadas de nuestra sociedad.