Dos grandes escritoras centroeuropeas destacan en estos momentos de forma espectacular. Una es la croata Dubravka Ugresic, instalada en los Países Bajos desde los años 90 en que huyó de la guerra en su país, la antigua Yugoslavia. La otra es una impactante revelación de los últimos años, la rumana Tatiana Tibuleac.
Por un lado, están los libros de Dubravka Ugresic, nacida en Kutina, Croacia, que suelen ser de género híbrido, inclasificable. En ellos el lector se encuentra con una reflexión que aborda todo a la vez: la rememoración, el ensayo poético y existencial sobre el exilio y, sobre todo, esa sedimentación especial que adquiere el recuerdo con el tiempo. Aunque también están muy presentes las fronteras; fronteras tanto artísticas como físicas atravesadas continuamente por estos nuevos apátridas que se diseminaron por Europa a causa de las guerras de los Balcanes del pasado siglo.
El libro que lanzó a la fama a esta escritora fue El Museo de la Rendición Incondicional. Se trata de un libro perturbador y bellísimo, nada convencional, que conmocionaba sobre todo por el enorme e infinito catálogo de rastros de vida. De la vida de un emigrante. Luego seguirían otros como El Ministerio del Dolor, Gracias por no leer, Zorro y el último aparecido recientemente, La edad de la piel, en la editorial Impedimenta.
La otra buena autora centroeuropea que ha sido toda una revelación en los últimos años, es la escritora rumana Tatiana Tibuleac, nacida en 1978, en Chisináu, Moldavia. Su novela El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, publicada por la editorial Impedimenta fue traducida inmediatamente a multitud de lenguas. Con ella esta escritora compuso un extraordinario e insólito relato dedicado a la violencia del amor en familia.
Amores violentos que en ocasiones dejan heridas de por vida. Unas heridas y un rencor profundos rememorados años después, con una rabia sin consuelo, a la que el lector accede desde las primeras líneas de esta impresionante novela: “Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba junto a la puerta de la escuela, como una pordiosera”.