Fue sin duda uno de los más grandes y singulares autores de nuestro pasado siglo, aunque su propio personaje en la vida real (más propio de un héroe salido de la desbordante imaginación hollywoodiense, o de un galán cosmopolita escapado de minúsculos y exóticos reinos «shakesperianos» centroeuropeos) se superpusiera continuamente a esa seriedad y solemnidad que parece requerirse siempre para apreciar la figura respetable del escritor como funcionario de las letras o, al menos, como un honrado y digno ejecutante del oficio. Autor de una espléndida y legendaria trilogía, compuesta por los libros Un armiño en Chernopol (de 1958), Memorias de un antisemita (de 1979) y Flores en la nieve (de 1989), en la que narraba sus orígenes, transmutados a la ficción, de hijo de la nobleza periférica austrohúngara así como los sucesivos cambios y violentas mutaciones acaecidos en esa zona de Europa desde su nacimiento, Gregor von Rezzori (nacido en Czernovitz, en Bucovina, entonces Imperio Austrohúngaro y ahora perteneciente a Ucrania, en 1914 – y fallecido en Donnini, Toscana, en 1984) podría representar perfectamente el canto de cisne de esa mítica estirpe perdida en el tiempo, aquella agónica Kakania de Musil, que alumbró, nada más ni nada menos, en sus momentos de máximo esplendor, a figuras irrepetibles como Arthur Schnitzler, Stefan Zweig, Karl Kraus y, sobre todo, a su mejor cantor: el judío, como por otra parte eran prácticamente el 90% de todos aquellos escritores, Joseph Roth.
A esta célebre trilogía de raíz autobiográfica hay que añadir obras no menos magistrales (aparecidas en la editorial Sexto Piso con magníficas traducciones de José Aníbal Campos) como Edipo en Stalingrado, de 1954,
un trepidante retrato del Berlín de los años anteriores a la segunda guerra mundial, con centros neurálgicos como el Bar Charley, corazón de los esnobs berlineses de entreguerras, o la que sería otra de las más grandes obras de este autor, La muerte de mi hermano Abel, de 1976, en la que ponía en escena la historia y el espíritu europeo desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta los años 60, con continuas idas y venidas que atravesaban los grandes dramas ocurridos en el continente.
Apátrida y exiliado perpetuo, Von Rezzori había nacido en una tierra de frontera, la Bucovina, abonada a todos los caprichos geográficos e ideológicos imaginables del pasado siglo: en el momento de su nacimiento formaba parte aún del Imperio austrohúngaro, al finalizar la Primera Guerra Mundial pasó a ser Rumanía, luego sería englobada en 1940 en la Ucrania soviética, para ser recuperada nuevamente como tierra rumana entre 1941 y 1944 y regresar como botín de guerra de la URSS en 1945. Desde 1991 la antigua Cernauti rumana y la Cnernowitz de los alemanes, forma parte de Ucrania con el nombre de Chernitvtsi. Habitada por una variada población compuesta por judíos, rumanos, rutenos y alemanes, la Bucovina y en concreto la ciudad de Czernovitz («Chernopol» en la saga narrativa de Von Rezzori), «ciudad de una inteligencia no corriente», como él apuntaba, es el lugar igualmente de nacimiento del gran poeta en lengua alemana Paul Celan y del escritor israelí Aharon Appelfeld. El autor judío Elie Wiesel, originario también de la Bucovina, diría de las geniales dotes de fabulador oriental de Von Rezzori: «Su voz resuena con la magia inquietante y maravillosa de un auténtico narrador de historias».
En sus libros, y en especial desde la publicación en 1953 de sus Historias de la Magrebinia, obra con la que se reveló y que narraba la vida en «Magrebinia», una tierra imaginaria, a través de la cual parodiaba humorísticamente la Bucovina multicultural austrohúngara y rumana de su adolescencia y juventud, ese enclave mágico perdido en el tiempo quedaría reflejado ya para siempre, con todo su fantástico aleteo de voces y matices, de lenguas, culturas y confesiones religiosas, como centro neurálgico y emotivo en su obra. Como un fantástico y armónico territorio de nostalgia multirracial, plenamente moderno gracias a una chispeante y aguda ironía que lo alejaba de otro tipo de obras ñoñas y relamidas, evocadoras de aromas y espacios del pasado, que soportan mal el paso del tiempo. Un lugar en el que lo cómico se convertía en un imperativo casi «fisiológico». Algo que abocaba también a todo el que allá viviera, fatalmente, a la
pasividad y al escaso sentido de responsabilidad y «resistencia» frente a cualquier cosa, ni siquiera al modo de Gandhi, como el mismo Von Rezzori dirá jocosamente: «¿Qué se puede arreglar en una ciudad que todo lo supedita a la risa?».
En sus fascinantes recreaciones de aquel mundo, como también sucede con autores como Gombrowicz y Nabokov, el verdadero protagonista y antihéroe era ese narrador que con su ironía autodenigratoria tomaba distancia y se burlaba de todo: de la aristocracia «pangermánica» en la que había nacido, cuya principal ocupación era cazar ciervos en los montes Tatra o en los Cárpatos y que hasta la llegada del Anschluss no se dio cuenta de que había entregado Austria a una banda de criminales; del deseo de «pureza racial», como ya advirtió también el escritor Ödön von Horváth, en lugares en que las identidades se confundían y mezclaban como las nubes en el cielo; de la tremenda cultura que poseían como algo natural y en absoluto producto de altos costes o sufrimientos; o de cualquier utopía y disciplina a la moda que se viera como definitiva en el siglo de los ismos, disciplinas que normalmente se convertían en blanco de todos sus sarcasmos. Se le podía entender como la otra cara, la cara genial y aria, llena de humor, de aquel pequeño judío en fuga que era en los años 30 Joseph Roth, de trágico fin.
¿Cómo fue, pues, que un joven de esas características, nacido en una de aquellas familias en las que el antisemitismo se heredaba como una finca o una costumbre «de buen tono» y en las que se evitaba todo contacto con comerciantes e incluso con banqueros, relacionados con algo de mal gusto como el dinero, se vio envuelto siempre con judíos convertidos en sus mejores amigos, sus amantes más inteligentes o en la que se convertiría en su primera mujer? Cuando, acabada la guerra, regrese a su querida Viena, en otros tiempos tan brillante, viva y excitante como las viejas metrópolis europeas, la que se anticipó a todo durante un siglo, notará que en esa ciudad ahora provinciana e insípida, algo no funciona, no es la misma. Por fin, como dirá en sus ficticias Memorias, de tan provocador título, el protagonista lo comprenderá: «Ya no estaban allí los judíos».
Vitalista y optimista, como único dique de contención posible contra los monstruosos fanatismos y el nihilismo que había acabado con su «mundo de ayer», o querida casa común europea, en la que se movía sin notar apenas la diferencia de París a Berlín y de Venecia a Viena o Bucarest, dijo:
«Detesto la palabra “valores”. Los valores no existen, sólo algunos hechos que valen la pena: la vida, la risa, el sexo, lo cotidiano». Así lo expresará, en el prólogo de esta trilogía, Claudio Magris, amigo en vida de «Grisha» (como era conocido familiarmente Von Rezzori) y responsable, en gran medida, de su lanzamiento internacional: «Grisha sabe que no ha sido un héroe y comparte esa pasividad – esa “inculpabilidad culpable”, que diría Broch – con millones de actores secundarios de la tragedia, inocentes porque no han hecho ningún mal, pero culpables porque no se han enfrentado con las manos desnudas al Leviatán». Una «inculpabilidad culpable» a la que este autor dedicaría toda su obra y que forma parte de «la melancolía de su irresistible comicidad»