Maestro del suspense, de calibrar con matemática exactitud la aparición del primer estremecimiento de inquietud en sus novelas (un momento ya famoso, que sus lectores esperan, con una mezcla de temor y encogimiento), de dosificar unos refinados toques psicológicos de perversión y casi sadismo en pacíficos mundos que son asaltados por sorpresa, el británico Ian McEwan, nacido en 1948, es uno de los mejores escritores de nuestros días.
McEwan es un especialista reconocido en extender y desmenuzar hasta límites inimaginables la corrupción repentina de la fragilidad etérea y hasta entonces a salvo de la inocencia. O lo que es lo mismo: el primer impulso de crueldad, de destrucción y depravación que aparece en una vida en pleno crecimiento. Ya sea ésta la adolescencia enferma de imaginación y de literatura que representa Briony, la niña que “relata” el drama de Expiación, una de sus más espléndidas novelas, llevada al cine de forma magnífica en 2007; o ya sea el estado de madurez, hasta entonces pendiente de ponerse a prueba, de los jóvenes y desprevenidos amantes de El inocente, novela realmente espectacular, ambientada en el Berlín de la Guerra Fría y llevada igualmente a la pantalla por John Schlesinger en 1993.