Protagonistas de una auténtica revolución en el campo del arte y la literatura, los grandes escritores del periférico y gélido norte europeo del XIX y XX –Hamsun, Ibsen, Strindberg– ofrecieron al mundo, como muy pocos, la más exacta síntesis de lo que en el pasado siglo se clasificaría como malestar, crisis y contradicciones principales de la civilización moderna. La existencia moderna, según estos magníficos autores visionarios, se había visto de repente desprovista de fundamento, de valores firmes y centrales que dieran sentido a cada instante. Sin un orden interno que los rigiera y les diera seguridad, aquellos seres de épocas atormentadas se encontraban siempre a un paso de desvanecerse, de habitar tan sólo en extrañas y frías lejanías: en lo más cercano a la pura nada y al más abismal vacío.
Todo lo dicho atañe a otro genio de esas latitudes, heredero del tormentoso y complejo conjunto de todos ellos. En este caso, el mundo por el que se le conocería mayoritariamente es el de la imagen, el de la representación escénica y en una pantalla de estas pesadillas turbadoras y de esos contrastes interiores, difíciles de asumir, que tenían que ver con misterios y angustias procedentes de lo más recóndito y escondido, de lo más invisible e insondable del alma humana. Este genio contemporáneo, compendio y secuencia de todos aquellos maestros y antecesores, no sería otro que Ingmar Bergman (nacido en Uppsala en 1918 y fallecido en la Isla de Farö, Gotland, en 2007), cineasta, pero también guionista y escritor sueco, autor tanto de obras de teatro como de célebres películas. De él acaba de aparecer su espléndido Cuaderno de trabajo, con un prólogo del gran escritor noruego de nuestros días Karl Ove Knausgard,