Siempre anheló ser otro, mientras fantaseaba y se adornaba con mil mentiras sobres sus orígenes y su vida como “oficial” de su adorado Ejército Austrohúngaro. Un Imperio que se instaló en su mente como la mejor tierra de tolerancia y civilización que le fue dada conocer. Un día, alguien le preguntó a este genial galitziano errante que fue Joseph Roth (Brody, Imperio Austrohúngaro, 1894 – París, 1939) si envidiaba a Musil y contestó: “Él vino al mundo en la hermosa Klagenfurt, como Robert Edler von Musil; en la guerra lució las tres estrellas de capitán, y también sabe escribir; la gente como nosotros tuvo que abrir los ojos en la turbia luz de Galitzia como Moische y debió contentarse con una estrella en la guerra; pero la gente como nosotros también sabe escribir”.
Este desengañado y melancólico gigante austriaco que fue Joseph Roth dejó un espléndido conjunto de novelas y narraciones inolvidables, pero también numerosos artículos, de los muchos que escribió en vida para los periódicos. Ahí estaría la maravillosa parábola bíblica y judía, con final de alta simbología en el “sueño americano”, Job (la preferida de Marlene Dietrich que, cuando así lo manifestó en una entrevista, disparó sus ventas en EEUU, convirtiéndose en un best seller de la época); la fúnebre e impresionante despedida de alguien que ya se sabía trágicamente sentenciado, La leyenda del Santo Bebedor, publicada tras su muerte en el exilio de París; la que para muchos es considerada su más emblemática obra maestra, La marcha Radetzky, de 1932, a la que continuaría la no menos emocionante y melancólica La cripta de los capuchinos, y por fin esa reunión alegórica de un mundo fracasado, a la deriva, instalado en un fantasmal hotel habitado por seres perdidos y por indefensos refugiados de la Primera Guerra Mundial, esperando una huida hacia algún lado que era su novela Hotel Savoy, de 1924.