Nacido en el condado irlandés de Cork en 1928 y fallecido en Dublín en 2016, William Trevor fue uno de los mejores autores de nuestros días. Candidato fijo desde hacía años a ese errático e imprevisible premio que es el Nobel, que a veces da buenas sorpresas, Trevor, al que un día el New Yorker calificó como «el más grande autor de relatos contemporáneo», provenía, además, de uno de esos invernaderos, Irlanda, aparentemente inagotables, que no han cesado de dar sus mejores flores literarias a lo largo de los siglos, desde Le Fanu, Yeats, Beckett o Joyce hasta, ya en nuestros días, nombres como Edna O’Brien, John Banville, Seamus Heany, John McGahern o expatriados como Colum McCann y Frank McCourt.
Un país, ahora ya muy distinto a la imagen y tópico que durante siglos se asoció únicamente a hambrunas históricas, emigraciones masivas, sangrientas luchas de independencia, dogmas nacionales y religiosos, al Sinn Féin o a borracheras interminables en los pubs con legiones de bardos aficionados a tristes baladas y poemas melancólicos. Poseedor de una innegable maestría narrativa, su magnífica novela La historia de Lucy Gault (del año 2002), una de sus más conocidas y traducidas a otras lenguas, estaría dominada por esa poesía terrible y desoladora, de iluminaciones secas y deslumbrantes, duras como un mazazo, con las que este autor solía dar luz a la vida secreta y al sufrimiento callado de sus personajes solitarios, marginales, habitantes de los límites. A esas víctimas, invisibles para la mayoría, que padecen en sus carnes las injusticias y la crueldad de una
Historia general, o bien privada, que los ha empujado a encerrarse más y más en sí mismos y en sus obstinadas pasiones, en sus derrotas, en su imparable autodestrucción.
Los personajes femeninos de Trevor, que se encuentran entre sus más memorables y penetrantes logros literarios, solían tener un carácter estremecedor y profundamente imborrable para cualquier lector que los hubiera frecuentado en una o en varias de sus historias. Dominados por una terca, ciega, a veces casi suicida y enajenada resolución; por amores descabellados e imposibles («el amor es avaricioso cuando pasa privaciones», dirá Trevor en uno de sus relatos) estos amores los hacen ir hacia delante con su empeño, con su mudo estoicismo. Ahí estaría la chica irlandesa y vagabunda, Felicia, extraviada en el mundo moderno y aterrador, desconocido, de una ciudad inglesa, a la que ha llegado en busca de un amor perdido, de su maravillosa novela El viaje de Felicia (de 1994, novela llevada al cine por Atom Egoyan); o la frágil y sometida Mary Louise Dallon, de la no menos magnífica Leyendo a Turguéniev, de 1991, que para escapar de toda la miseria y el vacío de la vida que la rodea, lee con avidez páginas, obras literarias en las que halla su refugio (Leyendo a Turguéniev, 1991), o, si no, la indoblegable protagonista de La historia de Lucy Gault.
En esta última novela, nos encontramos en Irlanda, en 1921, en esa época de agitación y tumultos por doquier, de violentas luchas que precedieron a la formación de un estado independiente. En el condado de Cork, en la costa sureste, de repente, el capitán Gault, su esposa inglesa, Heloise, y su hija única Lucy, que han vivido sin problemas hasta entonces, se ven atrapados, como improvisados rehenes del odio nacionalista desatado, en su propia casa. Se ha iniciado un proceso de «limpieza étnica» que los hace aparecer de un día para otro como enemigos invasores, con una religión traída de fuera, la protestante. Una noche, tres adolescentes, inflamados por la fiebre nacionalista y la sed de revancha de sus mayores intentan quemar la casa de los Gault. El capitán dispara, hiere levemente a uno de ellos y en principio todo queda en eso. Pero el temor, los presagios funestos, empiezan a dominar sus vidas y deciden abandonar esa tierra.
Es decir, todo aquello que durante generaciones había sido la vida de los Gault: la mansión y finca en el campo, el acantilado y el sendero que llevaba hasta la playa, su jardín con hortensias azules, sus manzanos y vacas pastando en los prados. Sólo uno de ellos se negará a hacerlo: la pequeña
Lucy. La víspera de la partida se escapa y sus padres sólo encontrarán de ella una camisa y una sandalia junto a la playa. Persuadidos de que ha muerto ahogada, atormentados por la culpa de haber provocado su huida, abandonan Irlanda para siempre. Poco después, sin embargo, Lucy aparecerá perdida y casi a punto de fallecer en un bosque cercano. Parientes, detectives y amigos intentarán localizar durante años a sus padres, pero ellos, voluntariamente, han borrado toda huella que los ate a la Irlanda abandonada, a esa «tierra de dolor e infortunio».
Lucy esperará y vivirá, verá pasar un año tras otro, se enamorará en el mismo lugar de la tragedia; un lugar que se convertirá en un lugar petrificado, detenido en el tiempo, fantasmal. Poco a poco, se irá convirtiendo en una especie de reliquia. La reliquia de una historia desgraciada que algún día, como ella bien sabe, se convertirá en leyenda, borrando el nombre de todos ellos y resumiendo una Historia general e implacable que los ha forjado a todos como los seres humanos civilizados y sin ensañamiento que ahora son. Es decir, ciudadanos invadidos por el turismo, por coches y teléfonos portátiles, cuyos jóvenes pescadores se han transmutado ahora en camareros improvisados.
Como sucede en el resto de las obras de Trevor, La historia de Lucy nos habla de extraños seres inquebrantables que mantienen hasta el fin la firmeza y la entereza; que esperan, sin importarles el paso del tiempo o las calamidades, el reencuentro posible con fantasmas que arrastran culpas, castigos pendientes e inmemoriales y, sobre todo, mucho dolor acumulado. Espíritus heridos del pasado con los que hay que hacer las paces como sea y así, posiblemente, salvarse y hallar por fin la calma. Historias que nos hablan también del perdón, de una misericordia surgida en lugares «donde no debía haber quedado ninguna», como se nos dice; en lugares, en medio de yermos de crueldad y de «ensañamiento pavoroso», en exilios eternos, en conflictos que persisten mucho después de haberse concluido