Prematuramente desaparecido a causa de un desgraciado accidente de coche, el escritor alemán Winfried Georg Sebald (nacido en Wertach, Baviera, en 1944 y fallecido en Norfolk, Inglaterra, en 2001) estaba llamado a ser uno de los escritores de referencia del comienzo del siglo XXI. Uno de los principales y más sintomáticos autores que marcaran la sensibilidad de una época, o al menos eso tan vago y a veces inexpresable que podría llamarse arte y pensamiento europeo de comienzos del milenio. En él se fundían todos los géneros, a la vez que un vasto todo formado por retazos de historias, anécdotas, emigrados, dramas y vicisitudes de seres anónimos, fugaces visiones de personajes célebres, batallas, destrucción despiadada de ciudades, crueles matanzas y genocidios, además de reflexiones sobre obras inmortales de la literatura, autobiografía propia y memorias ajenas.
Todo se ponía en funcionamiento en su literatura, de una forma sumamente atractiva, en un acompasado y rítmico sistema de vasos comunicantes o ecos compuestos por una desasosegante melodía de fondo que jamás se extinguía. Una especie de suave murmullo que encarnaría para Walter Benjamin el verdadero «arte de la narración»: «La capacidad de escuchar ensimismado el tono fundamental que lo recorre todo». Narradores que, a la vez, eran viajeros, trasladándose sin cesar y vagando por diversas encrucijadas europeas (Inglaterra, Alemania, Austria, Italia) al tiempo que reflexionaban sobre cultura y civilización, desarraigo, exilio, infelicidad y «melancolía de la resistencia», en sus particulares lecciones de abismo y destrucción que era la herencia más directa que había dejado el
último y más bárbaro siglo de no siempre permanente y ejemplarizante civilización europea. Desazón, malestar y sentimiento de extranjeridad surgían sin cesar tanto para el paseante como para el lector en los recovecos o vestigios de cada página de estos recorridos privados, a la vez que generales y colectivos, emprendidos por Sebald.
Sebald llegaría en el momento justo: ése en el que un lector atrapado en la senda única de un género aparentemente en crisis y repetitivo, la novela, y desechada casi totalmente de su vida la poesía como lectura habitual, volvía una mirada nostálgica a una escritura digna y de calidad, que reuniera un poco de todo lo añorado y deseado. Con varios libros, sumamente cautivadores e hipnóticos, sin un género demasiado específico, entre ensayos y narraciones, entre la ficción y el reportaje (es decir, sus obras Vértigo, 1990; Los emigrados 1992; Los anillos de Saturno, 1995; y Austerlitz, 2001), o bien brillantísimos y fundamentales ensayos de carácter literario reunidos en volúmenes como Patria pútrida, en todos ellos Sebald lograba cubrir, resucitando realidades escondidas en medio de un vértigo o alucinación de coincidencias entre presente y pasado, todas esas ausencias y exigencias de un lector previamente formado.
Es decir, un lector no únicamente educado ni corrompido a través de las listas de éxito de cada país de origen. A la vez, quedaba definido, percibido y pespunteado un ser-tipo de la época en los meandros de aquella escritura melancólica de la errancia y el desarraigo: un ser en perpetuo movimiento, desencantado, extranjero a todo, pero sin embargo reconciliado con las raíces de una común identidad cultural; un ser de certezas desdibujadas pero abierto al mismo tiempo a estímulos sensibles y de paisaje y, en definitiva, alguien horrorizado ante cualquier forma de autoritarismo y de imperativa y furiosa afirmación nacional o colectiva, que tantos disgustos había dado en el pasado en Europa. Para ello, para este collage fragmentario del mundo moderno en diálogo con la memoria heredada de otros tiempos, Sebald mezclaba en cada uno de sus caminos u obras emprendidas, sin un orden demasiado severo, autobiografía, documento, ficción, lecturas, escenas históricas y reproducciones gráficas.
A la vez, en esa sucesión o concatenación del azar, eran incorporadas y captadas sin cesar, aquí y allá, estampas de momentos muy precisos, instantáneas, imágenes y figuras literarias o históricas atrapadas en
irresolubles misterios, estados de ánimo, sensaciones, hondos sufrimientos o un vago malestar que se le iba traspasando al paseante y narrador en la forma de «una sensación periódica de vértigo». Es decir, el vértigo del reconocimiento, de mirarse en un mismo espejo de algo pasado, en el mismo lugar, aunque en distinto tiempo y con distinto envoltorio.
Vértigo, primer libro publicado por Sebald en 1990, inauguró ya las características de su escritura y su estilo, que años después lo llevaría a la fama y haría de él un fenómeno editorial y de culto entre sus contemporáneos. Una escritura y un género discursivo mixto, que sin ser rigurosamente nuevo se nutría y mezclaba, en la era posmoderna, con numerosos rastros anteriores. Que venía precedido por gloriosos antecedentes como los variados y multidisciplinares Ensayos de Montaigne, por el turismo europeo e ilustrado de Chateaubriand, Goethe y Stendhal, por los carnets del «leer y pasear» de Julien Gracq, por los desasosegantes vagabundeos de Peter Handke y su álter ego Gregor Keuschnig, por la fragmentariedad viajera y de pensamiento de autores también de nuestros días como Claudio Magris y Cees Nooteboom, por la idea de las «ciudades continuadas» de Italo Calvino y su libro Si una noche de invierno un viajero..., por viajeros inclasificables del estilo de Chatwin y Segalen, o por la continua autobiografía móvil de Naipaul.
Además, el estilo de Sebald, que más de una vez reconoció su deuda con Thomas Bernhard, su gusto por las citas y por poner todo en relación con textos ya existentes, fue ya característico y tiene también mucho que ver con una de las mejores literaturas del siglo XX, la de Walter Benjamin. Un estilo que daría lo mejor de sí en el libro de relatos Los emigrados, aunque fuera con Los anillos de Saturno, caleidoscópico paseo a pie a través del condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra, donde se mezclaban huellas y reflexiones dispares en torno a Joseph Conrad, Rembrandt, Chateaubriand, o en torno a la «purificación» en los Balcanes, con el que alcanzaría la fama mundial. «Escribir – dirá Sebald– es peregrinar por las palabras y vivir la vida de los autores que uno ama.»
En Los emigrados, retrato de cuatro destinos malditos, de cuatro exiliados de sí mismos y de una vida que les perseguía sin poder soportar su carga, estos personajes, en su mayoría judíos, sufrían ese instinto de destrucción, esa enfermedad, ese estrépito aniquilador que planea por toda la literatura de Sebald: «Un estrépito de donde surge la vida que viene
después de nosotros y que nos destruirá paulatinamente, del mismo modo que nosotros destruimos aquello que ya llevaba ahí mucho tiempo con anterioridad a nuestra existencia».
Vértigo sería la tercera novela que se tradujo al inglés, pero en realidad la primera que publicó en alemán este escritor, nacido en el sur de Alemania, y que desde 1966 vivió y enseñó literatura europea en Norwich, Inglaterra, falleciendo allí de forma inesperada, tras un accidente de coche. Austerlitz, por su parte, sería su última obra, como siempre navegando entre la frontera de la ficción y la no ficción. Una literatura del esbozo, de los apuntes y restos pulverizados y casi borrados, donde la imprecisión de lo literario prevalece ante la racionalidad categórica de lo histórico. Una forma de hacer literatura que en Vértigo ya se anticipaba plenamente con esos momentos de «radicalidad» narrativa, en medio de su «vagar sin rumbo» y sus divagaciones.
Unas divagaciones que, de repente, una vez evaporado el hilo cultural, se vuelcan de forma fantasmal y enigmática sobre cualquier nimio y mínimo suceso, como cuando, tras la pérdida de su pasaporte, sin identidad momentánea, lo vemos entrar y salir de una siniestra pizzería llamada Verona, inquietado por vagos peligros, que nunca se acaban de dilucidar. Vértigo representa perfectamente el doble movimiento continuo y circular de este autor, que va siempre desde lo interior hasta lo exterior y desde lo personal a lo ajeno. Hay dos viajes o recorridos autobiográficos, de título italiano (All’estero y Ritorno in patria) que se completan, como una tenaza de vasos comunicantes, con dos recorridos ajenos, con dos pistas de la historia que se pasean, como fantasmas pendientes de ser enterrados, por los mismos sitios que el narrador recorre en el presente.
Uno de ellos estará protagonizado por Stendhal y su amada Mme. Gherardi por el lago de Garda y Riva, y otro narrará la estancia en el sanatorio también de Riva de Kafka. A la vez, no se deja de perseguir con ahínco ese detalle que pone todo en contacto, que relaciona y da sentido a esa peregrinación, la señal del reconocimiento, de la coincidencia, aunque sea viendo pasear por una calle o por cualquier recodo de nuestras ciudades y nuestros días a Dante, Kafka o Luis II de Baviera, a los que rápidamente se les integra como uno más de los vagabundos, de los pasajeros, de los turistas de paso o de los visitantes ocasionales que atraviesan fugaces esos
entornos llenos de oscuridad y perturbación: unos entornos plenamente europeos, en definitiva.
Abrumado de pena y exilio, el padre de Józef Konrad Korzeniowski, el futuro gran escritor, según Sebald cuenta en Los anillos de Saturno, estaba traduciendo en determinado momento Los trabajadores del mar de Víctor Hugo, «un libro infinitamente aburrido, que le parecía espejo de su vida». Y lo que anotará en francés se ajusta como una chaqueta de malla narrativa a cualquiera de los personajes del microcosmos creado por Sebald: «Es un libro sobre los destinos desorientados, sobre los individuos expulsados y perdidos, sobre los eliminados de la fortuna, un libro sobre los que están solos y a los que se evita».
En ese microcosmos, presente y pasado conviven permanentemente con la hoja del revés y del derecho de un mismo libro escrito años después con la misma tinta y la misma sangre derramada. «¿Por qué no puedo apartar de mi mente esos episodios?», se preguntará una y otra vez Sebald, un autor que de forma estremecedora y vertiginosa unió vida exterior, auténtica, real, única y visible, con fantasmas, ecos, traumas, flujos históricos y subterráneos que caminaban continuamente a su lado, aferrados a esa vida que no querían soltar. «¿Por qué cuando voy con el suburbano hacia Stuttgart, pienso siempre que sigue habiendo incendios y que, desde la época de terror de los últimos años de la guerra, vivimos en una especie de subsuelo, aunque lo hemos reconstruido todo tan maravillosamente a nuestro alrededor?»
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