Moscú. 3 de julio de 1877.
Anoche llegué a Moscú, Nadezhda. Recibí su carta llena, como siempre, de su amabilidad y amistad hacia mí, que valoro mucho. Por el amor de Dios, querida Nadezhda, perdóneme por no haberle escrito antes. Brevemente, aquí está la historia de lo que me ha sucedido últimamente.
A finales de mayo, sorprendentemente, me comprometí. Así es como sucedió. Hace algún tiempo recibí una carta de una chica que conocía. A través de la misma, supe que ella lleva honrándome con su amor desde hace mucho tiempo. La carta estaba escrita de manera tan sincera y cálida que hice lo que siempre he evitado: responder. Aunque mi respuesta no daba ninguna esperanza de que el sentimiento pudiera ser mutuo, la correspondencia comenzó entre nosotros. No entraré en todos los detalles, pero el resultado fue que acepté su solicitud de visitarla. ¿Por qué hice esto? Ahora me parece que algún poder del destino me atrajo hacia esta joven.
Durante nuestro encuentro, nuevamente le expliqué que no sentía nada por ella. Pero tras despedirnos, comencé a considerar la total irreflexión de mi acción. Si no la amaba, si no quería alentar sus sentimientos, ¿por qué la visité y cómo terminaría todo aquello? De su siguiente carta llegué a la conclusión de que si, habiendo llegado tan lejos, de repente me alejara de esta chica, la haría miserable y la llevaría a un trágico final. Por lo tanto, me enfrenté a una alternativa difícil: preservar mi propia libertad a costa de la ruina de esta chica o casarme. (...)