'Mask Singer', coreomanías y bailar hasta la muerte
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- «Tener el baile de San Vito» tiene su origen en gente muy pobre y muy desesperada que se pone a bailar sin motivo aparente, porque ya no le queda otra
En julio de 1518 una mujer empezó a bailar en medio de las calles de Estrasburgo: los testimonios dicen que estuvo bailando, en estado de vigilia, entre cuatro y seis días. Al cabo de una semana, al menos treinta y cuatro personas se habían unido al baile; el crecimiento posterior fue exponencial y, a finales de agosto, más de cuatrocientos bailarines hechizados llenaban las calles de Estrasburgo. No eran ratas movidas por flautistas y tampoco es un cuento para asustar a los niños: la coreomanía sucedió de verdad, tal y como otras tantas epidemias de danza entre los últimos años del siglo catorce y 1518, que sacudieron las ciudades de Maastricht o Zúrich, adyacentes al río Rin o cercanas a Estrasburgo. No hay pruebas de que los bailarines quisieran, efectivamente, bailar: estas personas no tenían necesariamente conciencia de lo que estaban haciendo. Y esto sirve para descartar la hipótesis de que pertenecieran a alguna especie de secta. Tampoco es viable la idea de que se tratase de algún compuesto químico en las aguas del Rin, pues algo así podría provocar convulsiones y alucinaciones, pero no una epidemia bailarina. He aquí los fenómenos que mejor explican esos trances, según algunas hipótesis de historiadores: el estrés, el hambre, la miseria; lo que nosotros en castellano llamamos «tener el baile de San Vito» tiene su origen en gente muy pobre y muy desesperada que se pone a bailar sin motivo aparente, porque ya no le queda otra.
"En lo maratones de baile que se pusieron de moda en la Gran Depresión solo bailaban los pobres y los desesperados"
Lo primero que me vino a la cabeza fue la película Danzad, danzad, malditos. Yo no me acordaba de que la susodicha contara sucesos históricos, y supongo que la primera vez que la vi debí pensar que todo lo que había en pantalla era una ficción, un cuento dramático; creo, de hecho, que al hacer las conexiones mentales me estaba confundiendo con otra película alemana, también del siglo XX y quizás en blanco y negro. En una época de miseria diferente, en este caso la Gran Depresión, se generalizó el fenómeno de los maratones de baile: una especie de reality show primitivo en el cual parejas de concursantes tenían que bailar, y bailar, y bailar, día y noche, con pausas mínimas, pues la pareja que más aguantara bailando ganaría un premio en forma de dinero. Insisto: estábamos en medio de la Gran Depresión y quienes bailaban eran los pobres y los desesperados, los que no tenían pan que llevarse a la boca. Conocemos dos o tres datos de la vida de Homer Morehouse, un anónimo que batió récords tras bailar ochenta y siete horas seguidas. No era nadie: paró de bailar porque le falló el corazón. Si no hubiera muerto, no quedaría nada suyo en la memoria: no tendría ni nombre.
Es muy raro ver el Mask Singer español desde Francia, confinada, en medio de una pandemia. Me acuerdo de las pequeñitas catarsis colectivas que organizábamos, cuando era posible organizar cosas, con tal de ver programas mamarrachos en grupo, dando un poco igual cuál fuera el programa en sí mismo: habremos hecho el esfuerzo de intentar verlos todos. Ya no se pueden hacer cosas así, claro. En Francia apenas se puede salir a la calle si no es absolutamente necesario; en distintos rincones de España, según tengo entendido, las reuniones con allegados sí que son posibles hasta el curioso límite de seis personas. Supongo que hacíamos esas cosas, al fin y al cabo, para compartirlas con los demás.
El formato del programa es de origen surcoreano y, al parecer, ha tenido versiones en varios países desde hace cinco años. Los periodistas de otros países, al parecer, responden con la misma incredulidad: lo describen como una «pesadilla sin sentido» que, al mismo tiempo, conserva un cierto je-ne-sais-quoi: un factor misterioso ligado a su éxito. Admitamos que no es muy normal que un concurso basado en adivinar qué famoso de segunda está escondido debajo de un disfraz muy elaborado logre el mejor estreno de entretenimiento en 8 años. Tampoco son muy normales las acciones coordinadas del público, con un gesto dedicado a cada traje de animalito cual peluche: mueven la trompa imaginaria, dan palmadas, se coordinan entre ellos con los brazos como si formaran parte de una mente colmena o de una inteligencia superior. Es lo que más le llama la atención a mi pareja, francesa, y a la cual tengo que explicar cada una de las identidades de los «famosos» que aparecen en pantalla: le da un poco de miedo el movimiento coordinado del público, su éxtasis colectivo, su trance, sus bailes. No creo que estemos en una época de hambre y miseria comparada a la que se vivió en 1518, así que a lo mejor hay que justificar esos movimientos colectivos de otra manera: me resisto a caer en la tentación de nombrar el consumo de sustancias o estupefacientes.
Ha triunfado un programa sobre famosos enmascarados el mismo año en el que todos tenemos que ponernos la mascarilla
Hay un filósofo francés, Vladimir Jankélévitch, que elaboró teorías sobre el perdón y las virtudes, pero también sobre el je-ne-sais-quoi. La tarea de la filosofía es casi antitética con ese mismo concepto: hacer algo de la cosa que no puede ser asumida como concepto, que no puede integrarse en un sistema de pensamiento, que no podemos ni pensar; no adjudicarlo a una pereza conceptual o a la decisión de no reflexionar sobre algo, sino a la imposibilidad de identificar lo que nos fascina como efecto con sus causas. Mask Singer tiene un no-sé-qué horroroso y kitsch: mueren abuelos en residencias, vendrá una tercera ola en enero como consecuencia de las fiestas y nosotros seguiremos hablando de quiénes eran el cuervo, la cerdita y el pavo real.
Me divierte la casualidad histórica: sale un programa sobre famosos enmascarados el mismo año en el que todos tenemos que ponernos la mascarilla. Al principio se veían, claro, las quirúrgicas, y algunas FFP2 entre quienes podían permitírselas. Con el tiempo la mascarilla pasó también a constituir un criterio de demarcación estético y recuerdo ver en el centro de Madrid, algunos meses después del confinamiento, que ya habían aparecido tiendas cuyo negocio principal era la venta y personalización de las mascarillas. Muchas de las mascarillas personalizadas, claro, no son eficientes, o no reúnen los criterios de homologación sanitaria: no sirven para nada, más allá de para quedar bien, realzarte como individuo, anteponer la estética. Yo tengo varias. «Como los comediantes llamados a escena se ponen una máscara para que no se vea el pudor en su rostro, así yo, a punto de subir a este teatro del mundo en el que hasta ahora sólo he sido espectador, avanzo enmascarado», escribía Descartes en sus cuadernos privados a los veintitrés años. Supongo que queremos transmitir la idea de que aquí no ha pasado nada. El show tiene que continuar: en la sociedad actual no hay solemnidad o, al menos, puede no haberla para quien no quiera hacerle frente. Mask Singer es un programa absurdo de muñequitos haciendo playback que la cadena alarga con pausas y pausas y relleno y relleno, como se alarga la leche en épocas de escasez. Siempre hemos bailado cuando peores se ponían las circunstancias: no hay una profunda semiótica que explique el éxito de Mask Singer, ni refleja otra cosa que nuestra necesidad de entretenimiento, palomitas, ridículos y gritos. Queremos soma, pan, circo, mascarillas y máscaras: mejor que mejor si son de colorines, brillantes y nos hacen no pensar en nada después de la jornada laboral. Si tenemos un poco de suerte no nos pondremos todos a bailar. ¡O al revés!
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ELIZABETH DUVAL (Alcalá de Henares, 2000) estudia Filosofía y Filología francesa en París. Publicará, en marzo de 2021, el ensayo 'Después de lo trans' (La Caja Books, 2021). Ha publicado la novela 'Reina' (Caballo de Troya, 2020) y el poema largo 'Excepción' (Letraversal, 2020). Es colaboradora en el programa Gen Playz de Playz (RTVE).