¿Para qué somos clase trabajadora? (Y los youtubers también lo son)
- El capitalismo convierte cada segundo del día en un instante de consumo y, por tanto, de trabajo
- Nos vendieron que seríamos nuestros propios jefes pero nos convertirnos en nuestros propios esclavos
Todavía queda gente que piensa que ser youtuber o influencer no es un trabajo. Suele ser porque ven a personas hacer cosas que ellos harían y hacen en su tiempo libre: jugar a videojuegos, charlar de un tema en concreto o hacerse fotos con ropa entre otras muchas cosas. Cuando te pagan por trabajar en una oficina, transportar cajas o servir copas (como a mí), esta idea del trabajo puede resultar idílica. También puede producir la equivocación de pensar que a todo el mundo le apetece a todas horas jugar a videojuegos, hacer monólogos de horas de duración en directo o hacer de maniquí para marcas de moda. Entiendo que pueda parecer más atractivo o dinámico, pero con el tiempo y los años, pienso que terminaría sintiéndose como un trabajo cualquiera. Eso sí, no todo es como se ve desde fuera.
La entrevista que el El Rubius concedió a Risto Mejide conversando sobre su vida como youtuber se hizo viral porque se derrumbó en directo reconociendo que su trabajo le sobrepasaba, encadenando días de depresión, siendo muchas veces incapaz de rendir, de mostrarse como el personaje que la gente quería ver de él. Las declaraciones generaron crispación y empatía a partes iguales. Yo no veo solamente a youtubers o influencers. Veo también a actores, monologuistas y modelos, profesiones que ya existían mucho antes, y que juntas conforman este nuevo mercado laboral de la imagen inmediata. La diferencia es que antes la vida privada no era interesante, no vendía, porque se consideraba una parte personal no mercantil de la vida. Eso ahora ha cambiado.
Ibai siempre cuenta que "se vienen cosas", ¿por qué nunca cuestionamos su productividad constante?
Entiendo que empezar un artículo sobre la clase obrera hablando de profesiones que mueven millones de euros al año pueda resultar chocante. Pero creo que el fenómeno youtuber (o instagramer o influencer, me da igual) dice mucho de lo que pensamos sobre la época en que vivimos, nuestra generación y la pérdida de la conciencia de clase. Y tiene que ver con la hiperproductividad. Ibai todos los días sube stories a Instagram y siempre cuenta que se vienen cosas. Porque todos los días él y el equipo que tiene detrás preparan algo nuevo. En su canal de Youtube ya prácticamente publica un vídeo diario. Muchas veces les ponemos la lupa a los influencers por sus palabras y actitudes porque, como personas influyentes que son, esperamos de ellos y ellas un discurso modélico. Pero jamás hemos cuestionado su productividad constante, que nos genera la falsa ilusión de que siempre hay contenido disponible para consumir. Un poco lo que le reprochamos a Glovo, Deliveroo o Amazon cuando nos ofrecen esa fantasía del "aquí y ahora", pero que trasladado al ejemplo de los influencers es más difícil de ver. Y no se trata de comparar un sector salvajemente precarizado como el de los riders de plataformas con el de los pocos que se hacen millonarios como youtubers. Sino de entender cómo el capitalismo ha evolucionado hasta convertir cada segundo de las 24 horas de un día en un instante de consumo y, por tanto, en un instante de trabajo.
Si le exigimos a la sociedad que esté constantemente disponible, significa que nosotros también estamos constantemente disponibles para consumir y, por tanto, que alguien tiene que estar trabajando
En los años 50 del siglo pasado, el fordismo popularizó la transformación del ocio en un momento de consumo. Los empresarios entendieron que si subían el sueldo de los empleados a la vez que incentivaban el consumo, el dinero les retornaría al comprar los trabajadores sus propios productos. Fueron los años del estado del bienestar, donde se proponían modelos sociales con servicios mínimos (sanidad, transporte, sindicatos) y los tiempos de la consolidación de la publicidad, hasta convertirla en el gigante que es hoy y que tenemos completamente integrado en nuestras vidas a través de (entre otros) los móviles que que llevamos permanente encima. El fordismo patentó una rueda perfecta en la que salir de trabajar conllevaba salir a gastar aunque tardaría unas cuantas décadas en llegar al momento en el que estamos, que podríamos llamar productividad abrasiva.
Si le exigimos a la sociedad que esté constantemente disponible, significa que nosotros también estamos constantemente disponibles para consumir y, por tanto, que alguien tiene que estar trabajando. Y, aunque esta fórmula a priori no debería ser problemática si todos tuviéramos unas condiciones laborales dignas, ahí está el principal fallo de esta ecuación. Porque el capitalismo es un sistema basado en la noción de beneficio, y que necesita el beneficio exponencial para sobrevivir. Si los recursos naturales son limitados, y los recursos humanos (físicos y mentales) también, pero los beneficios no pueden caer porque se derrumbaría el sistema… ya se sabe quiénes son los que tienen que perder para que ese sistema siga sobreviviendo.
Todo lo que consiguió la generación de nuestros padres lo hemos perdido
La aceleración progresiva del capitalismo y las crisis constantes a las que nos somete (a mi generación le ha tocado vivir dos en menos de diez años) han demostrado de sobra la inutilidad del sistema. La pérdida de la regulación de las jornadas laborales (ahora hay jornadas de 9, 10, 14 o 18 horas), suma y sigue al encarecimiento de los bienes básicos (acceso a la vivienda, transporte, sanidad, ELECTRICIDAD) y por tanto nuestra incapacidad de acceder a ellos. Todo lo que consiguió la generación de nuestros padres lo hemos perdido. Aunque hayamos conseguido que se ilegalice el trabajo infantil, nos vamos acercando cada vez más a las circunstancias materiales de la época industrial.
Nos vendieron que seríamos nuestros propios jefes pero les hemos comprado convertirnos en nuestros propios esclavos
La gran diferencia entre la juventud de nuestros padres y la nuestra es que nosotros vivimos dopados con la idea de que "si quieres, puedes" que genera la falsa ilusión de libertad. La idea de que trabajamos para nosotros mismos (los efectos colaterales de plantear lo laboral como un reto en lugar de entenderlo como una necesidad social) dibuja el espejismo de que no le debemos cuentas a nadie y eso siempre va a ser más liberador que reconocer que necesitamos trabajar para sobrevivir. Así es como alcanzamos unos picos de autoexigencia que han terminado por convertir la salud mental en una preocupación de nuestra generación. Nos vendieron que seríamos nuestros propios jefes pero les hemos comprado convertirnos en nuestros propios esclavos.
Trabajamos cuando medimos al milímetro nuestro tiempo para poder maximizar nuestra productividad a lo largo del día. Trabajamos cuando dormimos porque estamos descansando para recuperar las energías que necesitamos para trabajar al día siguiente. También trabajamos cuando vamos al gimnasio, a nadar, a yoga, o salimos a correr, porque nuestros cuerpos necesitan recomponerse de horas seguidas de trabajo en la misma postura o en los mismos hábitos. Trabajamos medicándonos o yendo al psicólogo porque tampoco podemos dejar de ser funcionales mentalmente y que esto interrumpa nuestro rendimiento. Trabajamos creando un personaje en nuestras redes sociales que nos ayuda a obtener validación emocional en los momentos de flaqueza. Trabajamos hasta scrolleando en internet, porque generamos cookies e información de hábitos que nos volverán tras estudios de consumo en forma de anuncios.
Alcanzamos unos picos de autoexigencia que han terminado por convertir la salud mental en una preocupación de nuestra generación
La sociedad del rendimiento es esto, trabajar las veinticuatro horas del día en diferentes formas de productividad, consumo y descanso. Hemos perdido el altruismo del ocio para convertir la vida en un mercado permanente, en el que todo es capitalizable: nuestro trabajo, nuestro tiempo libre y nuestro descanso. Y lo peor es que eso no significa necesariamente que hayamos dejado de necesitar "perder el tiempo", simplemente le hemos dado un valor para que nos angustie la posibilidad de malgastarlo. Sacar el rendimiento de nuestros trabajos para meterlo en nuestras vidas y convertirlo en el centro de la sociedad provoca que todo espacio que no se dedique a la productividad se considere inútil, desperdiciado.
La calidad de vida ni tiene precio ni se negocia
Entonces, ¿para qué somos clase trabajadora? En el pasado la conciencia de clase tenía una utilidad clara: generar lazos comunitarios que pudieran ganarle un pulso a la hiperproductividad en favor de la humanidad. Porque ser clase trabajadora implica empoderarse de nuestro rol en una sociedad que necesita el trabajo para subsistir. Si la clase trabajadora para, si paramos, el mundo se detiene. Por lo tanto, ni hay que dar las gracias por trabajar ni hay que aceptar que tengamos que trabajar por unas condiciones indignas. La mano de obra tiene que tener un precio justo, porque la mano de obra está alquilando la vida de una persona durante una jornada laboral para que desempeñe un rol necesario en la sociedad y eso tiene que tener el valor que se merece. Ninguna sociedad que se diga civilizada debe permitir que una persona se vea obligada a alquilar su fuerza de trabajo durante más de ocho horas al día y en más de un trabajo para costearse unos bienes esenciales y dignos. La calidad de vida ni tiene precio ni se negocia.
Nuestra condición de clase trabajadora tiene que servir para mucho más que para entender el problema. Las ideologías no están hechas para mirarlas y contemplarlas, no son cuadros de museo que no se deben tocar y alrededor de las cuales se monta todo un mar de debates y reflexiones que se retroalimentan. Las ideologías no sirven para estirar el chicle en Twitter y convertirlas en hashtags, porque cuando se quedan en eso, pierden su valor. Tampoco son merchandising, ni lemas que se imprimen en camisetas para lucirlas como un distintivo personal y señalarle a la gente qué tipo de opción del supermercado social hemos elegido que nos represente. Las ideologías están hechas para hacerlas realidad. Para cogerlas, bajarlas a tierra y convertirlas en hechos. Todo lo demás es pura performance.
Necesitamos recuperar los lazos de unión entre trabajadores y trabajadoras, porque es solamente la unión la que nos puede ayudar a ganar el pulso contra la hiperproductividad. Estamos rodeados de modelos culturales que ensalzan al individuo por encima de la masa, pero es la masa, la unión, la que transforma la sociedad a través de la concienciación colectiva. Piénsalo: si los sindicatos no sirvieran para cambiar las cosas ya les habrían dedicado un superhéroe de la saga Marvel. Quedan como mucho nueve años para la siguiente crisis. De nuestra conciencia de clase depende que suponga un apretón más de este cinturón que nos ahoga, o que podamos cortar por lo sano.
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DANIEL TREVIÑO (Madrid, 1992) es camarero. Ha trabajado como jornalero, mozo de carga y en la industria musical. Actualmente compagina su trabajo con la militancia sindical.