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Galicia para dummies: más allá del boom de Tanxugueiras

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Tanxugueiras durante el especial Gen Playz desde Carballo.
Tanxugueiras durante el especial Gen Playz desde Carballo.

Antes de nada, las presentaciones. Me llamo Anxo y soy periodista freelance. Como quien dice, un nadie. Y encima, gallego. Pese a que nunca he sido muy patriota, hace cuatro años me vine a vivir a Cataluña por amor –por amor a una mujer, se entiende, no por amor a Cataluña– y desde entonces me he convertido en un cliché. Soy, al fin, el emigrante melancólico que añora la lluvia y la empanada y un buen día se descubre a sí mismo defendiendo el limpio helor del Atlántico frente a la calidez charcal del Mediterráneo. Es decir, un resentido.

Como parte de las responsabilidades que competen a mi renacer patriótico, RTVE me ha propuesto explicar qué es Galicia hoy; qué se está haciendo, escribiendo, cantando y discutiendo en esa esquina ibérica por delante y por detrás del telar de tópicos que la envuelven. Un cursillo avanzado de Galicia para los no gallegos más allá del boom de las Tanxugueiras, el concurso Miss Vaca de Luar, los chistes de cocaína y la serie interminable de dirigentes de derechas que la maquinaria política local ha enviado a Madrid desde Franco hasta Feijóo.

Benidorm Fest - Tanxugueiras canta "Terra" en la primera semifinal

¿Qué rueda Galicia?

El Novo Cinema Galego es una etiqueta que se inventó para definir todo el cine rodado en Galicia desde los primeros 2000 hasta ahora. No existe una unidad estética o discursiva alrededor del Novo Cinema Galego, más allá de ser gallego y de ser nuevo –porque todo lo que se acaba de hacer es, bueno, eso, nuevo. Bajo el paraguas del Novo Cinema Galego entran desde sex-tapes privadas de Alberte Pagán coladas como arte experimental hasta el emocionante registro de unas pozas. Nadie ha determinado aún hasta cuándo el cine rodado en Galicia dejará de ser Novo Cinema Galego, así que es posible que en 2074 se sigan presentando películas con este cuño.

Las dos grandes puntas de lanza del Novo Cinema Galego hoy son Lois Patiño ('Lúa vermella', 'Costa da Morte') y Oliver Laxe ('Mimosas', 'O que arde'), dos hombres guapísimos. El dato puede parecer frívolo, pero supone una evolución notable a la estética dominante hasta entonces en el movimiento, que era de hombres inquietantes con sombrero o boina. La belleza de estos dos jóvenes artistas, científicamente inapelable, ha ayudado a cristalizar un nuevo fenotipo cultural que hasta su aparición no existía: el gallego intenso.

Antes de Lois Patiño y Oliver Laxe el gallego era tonto, listo, avieso o desconfiado, pero no intenso. (Por poner en contexto al lector despistado, recuperaremos algunas citas que Laxe ha dejado en sus entrevistas: "El arte es mujer... La energía femenina es lo ambiguo, lo sutil". “Yo no estoy para entretener a la gente”. “Hacer una película tiene que doler”.) El cine de Laxe y Patiño es igual de intenso –y, es justo decirlo, igual de hermoso– que sus autores. También igual de redicho.

Por suerte, no todos los cineastas gallegos caminan por la alfombra roja de Cannes con cara de ser capaces de leerte el futuro en los posos del café y de dejarte embarazada con un simple arqueo de cejas. También hay directores que, tal vez por no haber nacido en familias llenas de dinero, se atreven a hacer cine popular sin tomarse tan en serio a sí mismos. 'Jacinto', la última película de Javi Camino –heredero espiritual de Toñito Blanco–, reescribe el crimen de Santaolalla en forma de ejercicio tiernísimo de terror rural y sátira perversa sobre el hipsterismo gentrificador. Fue premio del público en Sitges y parece destinada a ser –amén de clásico instantáneo– la peli gallega del año; al menos, hasta que Xurxo Chirro estrene la esperada secuela de su obra cumbre, 14 pozas.

¿Qué escribe Galicia?

No mucho antes de que Tanxugueiras inventaran el fantástico idioma gallego para el 99% de la población española, un buen amigo catalán me preguntó: "¿Y el gallego qué? ¿Se estudia en el colegio o es como el bable?". Fue bonito.

El gallego, por si alguien comparte la duda con mi amigo, es una lengua romance que vive su edad de oro en la Edad Media, entre los siglos VIII y XII, cuando Galicia se constituye en unidad política junto a Asturias y León. En esta época, pasa a ser una lengua culta que se habla en la corte para susurrar proposiciones indecentes a las doncellas, cantar canciones y hacer bonito. Se empieza a hacer literatura, una literatura muy del cantar, y se crea un género lírico propio, la cantigas, consagrado a homenajear las tres actividades que, desde aquel lejano medievo hasta nuestros días, vertebran la identidad del gallego: ligar, autolamentarse e insultar.

Tras esta época de esplendor, Galicia no supo jugar bien sus cartas en las luchas dinásticas por la corona del Reino de Castilla, y entre los siglos XVI, XVII y XVIII su lengua vivió un declive cultural por culpa del afianzamiento de una nobleza foránea poco sensible al folclore local. Hubo que esperar a que en el XIX un grupo de juguetones burgueses se propusieran sacar el idioma de su ostracismo y empezaran a publicar poemas, novelas y ensayos ensimismados –tan ensimismados como este artículo– sobre qué significaba Galicia y ser gallego. Desde entonces, la literatura gallega ha contado con una densa bibliografía, especialmente deslumbrante en el campo de la poesía y con contribuciones narrativas notables al realismo mágico (Cunqueiro), la novela social (Blanco Amor) o la sátira (Risco).

Ahora en la literatura universal ya no se estila tanto el realismo mágico, la novela social o la sátira, y tampoco en la literatura gallega. Si lo que se lleva, en cambio, es la autoficción –para leer mientras se acaricia uno el mentón– y el thriller –para leer mientras se toma el sol–, podríamos ubicar a Berta Dávila y Ledicia Costas, respectivamente, como principales voces en el aquí y ahora de la cosa literaria gallega escrita en gallego.

¿Qué escucha Galicia?

En los últimos quince años, Galicia ha asistido a la eclosión subterránea de una escena musical galvanizada por el DIY –Do it yourself, etcétera-. Los principales motores de este movimiento han sido espacios autogestionados como el Liceo Mutante, en Pontevedra, y la Nave 1839 –antes Casa Tomada– en Coruña.

O Grove se reveló en este tiempo como un vórtex de creatividad indefinible del que brotaron experiencias tan diversas como Thelephones Rouges, Thee Boas o Pantis. La creación en Vigo de Seara Records sirvió como plataforma para que grupos como Puma Pumku o Dois entraran en escena, mientras que en Ourense Discos Porno ejerció como contrapunto rabioso al baltarismo institucional lanzando a Monstruo o Avecrem. Discográficas independientes como Prenom dieron luz algunos de los discos más luminosos de estos años, como Postal, de Chicharrón, o Xardín interior, de Esposa. Un buen termómetro para tomar la temperatura a lo que sucedió durante los violentos años 10 gallegos son los tres recopilatorios publicados bajo el epígrafe de Galician Bizarre en 2010, 2012 y 2018.

En el último lustro, podría decirse que ha habido un relevo generacional y la psicodelia turbia, el punk encrespado y el pop carismático que dominaron los primeros compases del diyismo han sido sustituidos –o complementados– por una nueva hornada de música urbana, techno nervioso e –incluso– latineo. Recogiendo el testigo de experiencias más veteranas en estas mezclas, como Malandrómeda, los últimos años hemos visto a Boyanka Kostova, Esteban y Manuel, Ortiga o Grande Amore hacerse con su tiempo. Y no nos olvidamos de Verto, cuyo tema ‘Oie gayego’ es ya un himno capaz de sintetizar en 3 minutos lo que este artículo no podrá hacer en tres mil palabras.

¿En qué habla Galicia?

Hechas las oportunas aclaraciones históricas, ¿cómo va la cosa sociolingüística por ahí arriba, a ver? En 1981 se aprobó el Estatuto de Autonomía, que matriculaba al gallego como "lengua propia de Galicia" y la hacía cooficial del territorio junto con el castellano. Sin embargo, socialmente el gallego es una lengua minorizada a la par que minoritaria.

Cuando el actual presidente de la Xunta alcanzó el poder en 2009, derogó el decreto anterior que establecía que al menos el 50% de las asignaturas debían impartirse en gallego. Si en Cataluña hay sectores minoritarios de la sociedad que hacen ruido contra la inmersión lingüística, en Galicia ese debate está, digamos, un poco más atrasado, ya que buena parte de los poderes mediáticos amparan aún el discurso de que impartir la mitad de las clases en la lengua oficial de la comunidad es "imponer el gallego".

Según datos del Instituto Gallego de Estadística, el 30,57% de los habitantes de Galicia habla siempre en gallego, un porcentaje inferior al registrado cinco años atrás en 0,63 puntos. En el otro extremo, sube el porcentaje de los encuestados que hablan siempre en castellano: del 22,26% registrado en 2013 se pasó al 23,32% en 2018 (última gran encuesta realizada a este respecto).

En cuanto a los ciudadanos que, en este tipo de escrutinios, responden que hablan las dos lenguas pero "un poquito más ésta que la otra, jaja, depende", la experiencia nos dice que debemos ubicarlos siempre entre los castellanohablantes de toda la vida que simpatizan con los propósitos del galleguismo y niegan solemnemente con la cabeza cuando se menosprecia su lengua pero, eso sí, no se animan a hablar gallego en su día a día, para comprar el pan y saludar a los amigos, ni a punta de pistola, y cuando lo hacen es siempre por compromiso culpable y encima mal, con los pronombres esparcidos por su catastrófica sintaxis como si fueran orégano en un arroz. Hacedme caso cuando digo que esto nos lo dicta la experiencia porque me refiero a la mía propia: yo soy, por desgracia, así. Pido perdón. Los aliados castellanoparlantes del gallego en Galicia somos un poco como esos aliados del feminismo que se sacan un selfie poniendo una lavadora el 8-M, pero prometemos mejorar.

¿De qué discute Galicia?

Galicia, como todas las entidades con crisis de identidad y trastorno fluctuante entre el narcisismo y el autoodio, discute fundamentalmente sobre sí misma. Lo hace en Twitter bajo el epígrafe de Galitwitter, donde un montón de gente –sobre todo, señores con barba en plena crisis de los 40– mantiene periódicos debates sobre si la energía eólica es el futuro del país o su condena; sobre si comer carne de churrasco es un asterixiano ritual de comunidad o un apocalipsis ecológico; sobre si los madrileños que veranean en Baiona son molestos o muy molestos; sobre si el gallego y el portugués son la misma lengua con diferente acento y sobre si –en caso de determinar que lo son– habría que escribir con ortografía portuguesa evitar la extinción cultural de todo lo gallego.

Además de en Twitter, estos agradables debates encuentran su eco en Youtube, donde las nuevas generaciones, como olaxonmario, las adaptan al formato de la telepredicación con colores y montaje espídico.

Pero… ¿qué es Galicia?

Ah. La gran pregunta. Bien.

Para algunos, un anuncio de supermercados –no debería avergonzarse nadie, ya que media Costa Brava vive convencida de ser un anuncio de cerveza-. Para otros, una colonia interior cuya economía ha estado históricamente subordinada a los intereses extractivos del estado español. Para la mayoría, una mezcla vaporosa de ambas cosas.

Si Galicia tiene claro que es sitio distinto, ¿por qué eso no acaba de expresarse electoralmente? O, dicho de otro modo, ¿por qué no existe un CiU o un PNV a la gallega? En realidad sí existe: es el PP. El fraguismo tuvo la habilidad de absorber el identitarismo folclórico –comilonas preelecotrales con empanada y pulpo, investiduras solemnes con gaitas en el Obradoiro, galego coma ti– y asimilarlo al conservadurismo innato de una economía rural minifundista donde gran parte de los explotados –el campo no descansa en fin de semana– son en realidad autoexplotados –propietarios de sus propias fincas y reses– que para sobrevivir miran por lo suyo.

Esta facilidad conservadora para penetrar en las clases populares ha desmoralizado históricamente a la izquierda y ha ayudado a crear lugares comunes que opacan buena parte de la historia de Galicia como resistencia colectiva. La Gran Guerra Irmandiña del siglo XV levantó a los campesinos contra los nobles –y sus castillos–; la revuelta de las pedradas de 1918 que organizó a las mujeres de Ferrolterra –mucho antes de que existiese el 8M como macroevento– para arremeter contra los privilegiados que sacaban partido inflacionista del negocio de la guerra; los montes gallegos fueron pioneros en las guerrillas contra el franquismo; y los asesinatos de dos trabajadores de los astilleros de Bazán a manos de la policía franquista durante una manifestación en Ferrol en marzo de 1972 se convirtieron en un símbolo de la lucha obrera durante ese mismo oscuro régimen. Todo eso también es Galicia.

¿Y qué es Galicia para el resto de España?

Galicia tiene muy claro que es sitio distinto, pero el resto de España no. Una de las primeras sorpresas que me llevé al empezar a vivir en Cataluña fue la falta de sintonía entre el catalanismo militante y el resto de expresiones culturales de la periferia. "En Galicia sois muy españoles, ¿no?", me preguntó una vez un compañero de trabajo que tenía, y aún tiene, una estelada de foto de perfil en WhatsApp. Tardé un poco en comprender a qué se refería. En su cabeza, el encadenamiento de mayorías absolutas del PP conformaba una idea de Galicia mesetaria, compuesta por variaciones más o menos folclóricas del castellano, el extremeño o el murciano. Dichas categorías, en su orden mental, equivalían a los muñecos que puedes crear en el Age of Empires cuando empiezas una partida en la edad de piedra para que labren el campo y construyan chozas.

Esta visión condescendiente en negativo se da la mano con la otra condescendencia –en este caso en positivo– que flota alrededor de lo gallego; aquella que objetiviza Galicia como fenómeno siempre tierno, bonito, simpático y abrazable. Porque sí: frente a la miopía que mira al gallego como un misterioso troglodita se encuentra la presbicia de quien lo celebra como un peluche, una mascota. Hablamos del riquiñismo, concepto especialmente popular en Madrid. Es difícil conjeturar qué enunciado anticipa una conversación más plasta, si que en Barcelona te pregunten "¿vosotros sois muy españoles?" o que a las puertas del Picnic una chica con tatuajes te espete: "¡Me encantan los gallegos!".

Esto de tratar a lo gallego con condescendencia vacilante, a veces desdeñosa y a veces caritativa, tiene sentido porque es lo mismo que les pasa a los pobres. La ausencia histórica de una burguesía gallega capaz de crear un tejido industrial trae como consecuencia que se insulta y se alaba al gallego como jamás se haría con un vasco, al que también se alaba y se insulta, claro, pero desde el extremo opuesto a la condescendencia: desde el respeto. Lo cantaba Emilio José en ‘Horizonte español’, de su monumental disco ‘Agricultura livre’: "Se eu fose catalán tu serías madrileño/ odiaríamos os vascos/ que en xeral tem máis diñeiro/ achariamos o xeito de turrar pelo que é noso/ explotando os andaluzes, fastidiando os extremeños".

Conclusiones

Recientemente, Adolfo Domínguez organizó una exposición de moda en Madrid bajo el eslogan “más que un desfile, una experiencia” –ya: miedo– de nombre MORRIÑA. El evento estaba organizado por diferentes stages de galleguidad. En una esquina te encontrabas a un peliqueiro; en los vestidores, veías a una meiga y un hombre de paja deambulando entre modelos, seguido de una proyección de un videoclip de Baiuca. En la siguiente sala estaba Benedicta Sánchez –protagonista de 'O que arde', de Óliver Laxe– sentada en un banco para que la gente hablara con ella, en plan Marina Abramovic. Tuve noticia del desfile gracias a un amigo que trabajaba allí y me iba comentando, estupefacto, sus descubrimientos por WhastApp. "Si estrellas una copa contra el suelo y gritas ‘¡farsantes!’, ¿crees que te seguiría alguien?", le pregunté. "No", me contestó, "aquí nadie es gallego, vienen a hacer esto a Madrid".

Yo ahora estoy escribiendo un “Galicia para dummies”. ¿Me salva la distancia irónica, el jijí, de caer en los mismos artificios publicitarios, reduccionistas y simplones de ese desfile hecho por y para cretinos, para secundarios de la película ‘Pecker’ de John Waters? Es posible que no. La galleguidad como parque de atracciones pintoresquista es como el chapapote del Prestige, una viscosidad tumoral que acaba por empapuzarlo todo. Seamos serios: no se puede explicar Galicia más allá de tres tópicos en un artículo si no es añadiendo, a esos tres tópicos, otros quince tópicos más. Pero ¿qué es una identidad, una nación, sino una colección de clichés articulados con armonía y cierto sentido de la épica?

Espero, al menos, que este revoltijo haya servido para ayudar a que los buenos y generosos comprendan mejor nuestra voz y a que los ignorantes y los salvajes dispongan de una variedad más surtida de topicazos para hacer chistes malos.