Si tienes miedo y angustia, las noticias pueden tener la culpa
- Las informaciones sobre riesgo ambiental, proliferación nuclear o guerra en Europa afectan al ánimo de los jóvenes y hacen que se popularicen términos como “ecoansiedad”


Nuestra vida común está atravesada por el miedo y la angustia. El riesgo nuclear, las crisis cíclicas del capitalismo, el peligro medioambiental o las guerras imperialistas, civiles y de otra índole son nuestro pan de cada día. Es cierto, a lo largo de su historia, la humanidad siempre enfrentó dificultades que se atoraron como angustias perennes en el pensamiento colectivo. Sin embargo, las de nuestros días son tan profundamente estructurales que parece inimaginable un futuro que las deje atrás. Y, efectivamente, a menudo se torna más fácil pensar en proyecciones distópicas de destrucción total que en horizontes esperanzadores. Pero no nos confundamos: aunque el miedo tenga que ver con riesgos reales -no imaginados-, la salida no tiene por qué ser hacia algo peor.
Antonio Gramsci dijo hace aproximadamente un siglo aquello del pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. Este uso de los términos cobra mayor sentido si cabe en nuestros días. Por supuesto, el análisis de la realidad concreta invita al pesimismo: el capitalismo somete a buena parte del planeta a condiciones de vida miserables sin ser siquiera capaz de asegurarnos a quienes vivimos en el lado privilegiado del globo unas condiciones de vida dignas y estables. A su vez, las formas extractivas y productivas basadas en la depredación de recursos profundizan cada año el desastre medioambiental. Las guerras imperialistas de Estados Unidos y sus aliados en medio mundo han cosechado tragedias humanitarias durante décadas, y hoy la guerra en Ucrania nos ha recordado finalmente a los europeos que el mundo en paz que postularon los propagandistas de las clases dominantes del mundo post Guerra Fría era una mera ilusión. Por si fuera poco, el fantasma de la catástrofe nuclear sigue presente, con varios conflictos activos que involucran a Estados con capacidad real en este ámbito.
Ante esta serie de evidencias, el miedo cobra sentido. ¿Cómo no temer a un futuro con tantas posibilidades de tomar la forma de hecatombe? La angustia y el pavor se corresponden perfectamente a nuestra era. No obstante, conviene diferenciar las dos formas divergentes que cobra este miedo: la primera, un miedo consciente, razonablemente moderado, que comprende las particularidades de nuestro tiempo y reacciona ante ellas con temor; la segunda, un miedo irracional, catastrofista, que naturaliza y da por hecho el escenario final de desastre sin identificar las causas estructurales de estos problemas y, por tanto, deja la puerta cerrada a cualquier salida en positivo.
Fenómenos como la ecoansiedad encuentran aquí su explicación. Nuestro planeta concentra riesgos calculables, aunque penosos si llegasen a consumarse, y riesgos que ya son enormemente destructivos y difícilmente anticipables. El futuro es incierto e invita al terror cuando uno piensa en la sostenibilidad. Pero el miedo es un mecanismo de defensa que puede ser conducido en una dirección constructiva. La solastalgia, el miedo al cambio climático, puede ser colectivamente constructivo si se aceptan varias premisas: 1) El deterioro del planeta es fruto de la acción humana; 2) la “acción humana” no puede servir como una excusa que plantee una suerte de inevitabilidad. El modelo depredador ha tenido responsables y benefactores muy claros, llevándose a cabo por y en beneficio de las clases capitalistas que han encontrado en la intensificación constante de la productividad y el consumo su fuente de riqueza; 3) en tanto la crisis ambiental no ha sido fruto del azar, sino la consecuencia de un modelo de organización económica, productiva y social específica, la humanidad puede revertir algunas tendencias si abandona las lógicas de las clases dominantes que arrasan con el planeta; 4) en este sentido, el catastrofismo ambiental, si produce apatía e inmovilismo, apuntala el problema y sostiene el poder de quienes pretenden condenar a nuestro mundo al colapso.
Botón rojo
En el mismo sentido puede pensarse el riesgo nuclear. ¿Escalará la guerra en Ucrania hasta el horrendo nivel de la destrucción mutua asegurada? En la Península Coreana, dos actores son poseedores de esta clase de armas. Estados Unidos ya las ha empleado en el pasado, y Corea del Norte reitera a menudo que cualquier intento de invasión de su territorio será respondido con ellas. Entre Pakistán e India, el conflicto sigue vigente. Ambos países disponen de capacidad nuclear real en el terreno militar, lo que convierte a esta región en un potencial escenario de catástrofe. ¿Veremos algún día una escalada de semejantes dimensiones? Sea como sea, lo cierto es que nos toca habitar una era en el que la destrucción masiva está al alcance del famoso “botón rojo”. Sí, esta realidad se ha naturalizado y se ha escrito densamente sobre su capacidad disuasoria para frenar posibles escaladas en guerras. Sin embargo, la angustia ante la pequeña -pero efectiva- posibilidad del “Armagedón” contribuye a instaurar un clima de época angustiante. Quizá podría vislumbrarse un escenario de desnuclearización si la política internacional abandonase la lógica de las presiones diplomáticas, los chantajes económicos y humanitarios y el acorralamiento contra estados que no aceptan el orden global propuesto por el núcleo de los países aliados dominantes.
Otro tanto ocurre con las condiciones materiales inmediatas de nuestra vida. La fase actual del modelo capitalista sigue pivotando en torno a la maximización del lucro de los grandes poderes económicos. Aunque, a diferencia de décadas pasadas, en la vigente etapa financiarizada y especulativa, los Estados son más serviles a los grandes capitalistas si se empequeñecen y fomentan la movilidad de capitales. Esto pone fin a los fundamentos sobre los que se edificaron los estados del bienestar europeos: el pacto nacional entre la burguesía productiva, las clases trabajadoras contenidas con buenos salarios y estabilidad laboral, y el Estado interventor y proteccionista, al tiempo que deslocaliza la producción y precariza nuestra existencia como trabajadores. En este marco, la incertidumbre deviene angustia y miedo. Los problemas asociados a la salud mental son una constante en nuestra juventud, y van de la mano con la incapacidad del sistema capitalista de asegurarnos un medio y largo plazo sólido y estable. El acceso a la vivienda se vuelve quimérico: comprar una casa es inviable por los precios y por la inestabilidad del empleo; alquilarla supone un navajazo cruel a nuestro bolsillo; y un futuro en el que la vivienda no sea objeto de lucro sino un derecho garantizado por la vía pública es poco más que una ensoñación. Pero el miedo va más allá. A quienes han logrado obtener un trabajo hoy nadie puede asegurarles que lo conservarán dentro de tres años (o de tres meses). Y los abismales augurios de los ideólogos del modelo sobre la sostenibilidad a largo plazo del sistema de pensiones no hacen sino apuntalar una tendencia generalizada hacia los trastornos de ansiedad entre nuestra clase y nuestro rango etario. Sin el sustento material, no queda nada por imaginar.
El otro elemento del “sentido común del miedo” es el de la guerra. No nos engañemos: el mundo post Guerra Fría continuó teniendo guerras. Muchas de ellas eran la forma armada y cruel que toman los intereses imperialistas del bloque formado por Estados Unidos y sus aliados cuando son aterrizados al terreno militar. Sin embargo, eran conflictos lejanos. Ucrania ha cambiado este marco. Tras años de violencia, finalmente se ha escalado hasta la guerra interestatal en Europa. Ni corresponde aquí ni sería sensato predecir su desenlace. Lo que está claro es que a la precariedad y a la ecoansiedad hay que sumarle un nuevo factor: el terror bélico y nuclear. El miedo y la angustia encaran una nueva fase para la juventud trabajadora europea.
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Eduardo García es politólogo y maestrando en Relaciones Internacionales. Colabora con medios como El Salto Diario o Descifrando la Guerra, en materia de política internacional.