Elegido el segundo finalista del concurso de relatos del magacín 'En Días Como Hoy'
- Isabel Fernández opta al primer premio con el cuento 'Ni ratón vivo ni ratón muerto'
- El ganador recibirá una beca de 1.000 euros en cursos de la Escuela De Letras
- Además, la obra premiada será dramatizada en Radio Nacional de España
- Conviértete en el finalista del mes de enero. Puedes enviar ya tu relato
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Isabel Fernández es la finalista del mes de diciembre del Primer Concurso Internacional de Relatos de RNE. El certamen, articulado a través del magacín 'En Días Como Hoy', se enmarca en la campaña 'La cultura en RNE... Porque a ti te gusta'.
La obra con la que Isabel Fernández opta al primer premio -una beca de 1.000 euros en cursos de la Escuela de Letras y la dramatización en RNE del relato ganador- lleva por título ' Ni ratón vivo ni ratón muerto' y está protagonizada por una serpiente pitón. El cuento finalista del mes de noviembre estaba protagonizado por otro animal, un gorrión.
Si deseas participar en el concurso y convertirte en el finalista de este mes, puedes enviar ya tu relato. Hasta junio habrá un finalista mensual preseleccionado por Escuela de Letras y RNE. Estos finalistas pasarán a la final de julio y verán publicados sus textos en las páginas web de las entidades convocantes del certamen, RNE y la Escuela de Letras.
Segundo relato finalista
Reproducimos a continuación el segundo texto finalista.
NI RATÓN VIVO NI RATÓN MUERTO, DE ISABEL FERNÁNDEZ
Era una pitón extraña. Pasaba casi todo el día sola y escuchaba música. Sí, estas serpientes tienen un sentido limitado del oído, pero la música también es tacto vibrante. Carlinhos Brown la regozijaba sin disimulo. Durante el día pasaba horas y horas colgada de la hueca rama de eucalipto mientras se balanceaba al ritmo de la batucada. Era una excelente trepadora. Tenía muchos discos de ambientes naturales. Cuando sonaban torrentes de agua aguardaba a remojo en su cubeta.
Un día la sorprendí con la cabeza escondida y enroscada como una bola. El repertorio de ese día había sido ¿Simios en la selva¿. Pobrecita. Sentirse amenazada de este modo en el salón de mi casa. En otra ocasión dejó de comer y se mantuvo así al menos tres semanas. Ni siquiera se mostraba activa al anochecer. Tras descartar una enfermedad e intentar variar la dieta, me di cuenta de que se había saturado de romanticismo crepuscular. Rachmaninoff la emocionó demasiado y traté de evitarlo para no embargarla. Pasada la vorágine melancólica recuperó el apetito con un peculiar disquito de sonidos del campo extremeño. No se pudo resistir a los balidos, graznidos, mugidos, relinchos, gruñidos, cencerros, cascabelillos y silbidos de pastores y especies domesticadas triscando por el campo.
Otros cinco días estuvo sin salir de su oscura gruta, preparada en una esquina elevada de su terrario. Fue a causa de mi favorita banda de rock. Supuse que se había sentido amenazada por las invasiones apocalípticas de vida extraterrestre que proclaman sus letras. Decidió esconderse a consultar su oráculo particular, evitando ver cómo me abducían mientras daba brincos. Debía mantener un exquisito cuidado con la selección musical.
Fue fácil acogerla en un terrario transparente y cálido, junto a la chaise longe. Había nacido en cautividad. Llegó a casa con 45 centímetros y en poco tiempo alcanzó casi el metro y medio. Era gruesa, y una vez que superamos nuestra timidez me dejaba acariciar sus 12 centímetros de diámetro robusto. Sí, la sacaba de su jaula de vez en cuando. Aunque fuéramos dos solitarias, le agradaba mi calor, mi olor, y a mí su complacencia. Sólo nosotras. Me hipnotizaba recorrer los dibujos de sus escamas. Sentía un punzante alborozo cuando se enroscaba con indisimulada presión alrededor de mis extremidades.
Todo era gozoso, me satisfacía cuidarla y su presencia me otorgaba oportunidad de evocar ambientes salvajes donde las reglas no las ponen los hombres. Prefería comprar los ratoncillos ya desnucados, los depositaba en el sustrato del fondo. Yo apagaba la luz y no quería saber más. Me cuesta observar a los carnívoros cuando comen. Uno de estos, un amigo que se ocupó en vacaciones, llegó un día con un regalo para la pitón. Y no se trataba de un tocón nuevo para trepar y descamar su camisa vieja. Era un ejercicio, un hámster vivo. El espectáculo fue indescriptible y audible, según me dijo. A partir de ahí no quiso probar ningún otro ratoncillo blanco aniquilado previamente.
Una serpiente tan emocional como la mía había sentido un pálpito de vida axfisiarse bajo la presión de su cuerpo. Aquella sensación no era intercambiable por ningún otro plato. Le acercaba el ratón muerto por la cola y lo meneaba cerca de ella, bisbiseando "Toma bonita, ratoncito vivo", pero no resultaba. Mi amigo me recomendó llegar a un pacto, ni ratón muerto ni ratón vivo, ratón borracho, sólo había que centrifugarlo en el fondo de un cubo. Ahhhhh.
Quizás había idealizado demasiado la vida salvaje. Es verdad que mi única literatura sobre zoología se limitaba a las fábulas y la mitología. Aunque fueran muy terroríficos siempre era posible hablar con esos bichos. Pero pitón se negaba a comprender mis remilgos, ni siquiera con música conseguía distraerla de su propósito cazador. El veterinario me advirtió que las pitones son tontas al comer, pero glotonas. Paciencia.
Se deslizaba por mi regazo, hasta apoyar su morro en mi hombro, olisquear mi cuello y sentir de cerca el calor de mi nuca. Comencé a rechazar sus escalofrios. Sobre todo cuando me quedé embarazada.
Descubrí que aceptaba escarabajos vivos. Ayudó un raro documento de grabaciones sonoras sobre insectos del mundo, grupo no tan silencioso como parece, y cuyo sacrificio me estremecía menos que el de los pequeños roedores.
Juntas engordábamos solas y hacíamos ejercicio. Yo, en la alfombra, practicaba pilates, ella, en su escaparate, abría la mandíbula y extendía su cuerpo como si quisiera sobrepasar las dimensiones de su jaula.
Bajo el síndrome de arreglar la madriguera, preparé la habitación del bebé. Quizás era momento también de cambiar algo en el terrario. Pitón, cada día más fuerte, a veces hacía vibrar la pecera con sus bruscos estiramientos.
Cuando rompí aguas, se zambulló en su pileta y, cuando volvimos Gea y yo, ni siquiera me fijé en ella. El mejor lugar para dar el pecho era la chaise longue, Pitón nos observaba como una ventosa conmovida. Parecía melancólica, dejó de comer.
Esa noche sentí muchos escalofrios pese a ser agosto, y me acerqué muchas veces a su cunita para comprobar su respiración. En el trayecto entre mi habitación y la suya había que cruzar el salón y vi dos sufridos escarabajos huyendo hasta la gruta de corcho. Pitón estaba enormemente dilatada. Mañana la llevaría al veterinario, me dije. Entre sueños escuché un golpe. "¡Cómo no me había dado cuenta. Prepara hueco¡". Grité. Corrí. El terrario había caído al suelo, hecho añicos. Despachurré un escarabajo con los pies desnudos. Me corté con los cristales. Busqué a la pitón en la habitación de mi bebé.
Llegué a tiempo de estrangularla hasta que su pálpito se apagó entre mis dedos desesperados. Casi no podía abarcarla. Mi bebé lloraba y calmé sus hematomas en las piernas con hielo y pomada. Me dolían las manos estremecidas. En su tobillo quedó tatuada para siempre lo que parecía la figura de una pitón.