Relato ganador 2010: 'Sucedió en Vilariño'
- Obra ganadora del II Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores
En Villariño el tiempo sólo marca el transcurrir de la nada. Excepto cuando el mar viste de luto a sus habitantes. O cuando algún acontecimiento especial desempolva su letargo, como la llegada de Eulalia. Eulalia a secas, sin historial ni apellido.
Apareció un día aferrada a la cintura de Paulino, con su delgadez insolente, los ojos azules insumisos y la cabellera roja acariciando el viento. Desde entonces se les veía pasear juntos, abrazados con codicia, ajenos a la estela de rumores que suscitaban. Solían llegar hasta el final del malecón y desde allí contemplar los atardeceres hasta que el sol hacía morir el día. Después regresaban a su casa para apagar las estrellas encendidas en sus cuerpos.
En el pueblo la tenían por bruja. Había hechizado al chico, decían. Un mozo fuerte y curtido, codiciado en vano por las más jóvenes.
Cuando él zarpaba, Eulalia acudía al rompeolas. Allí pasaba las horas contemplando el horizonte con su mirada vencida de tristeza. Sólo cuando veía aparecer el “Alfonsina” su rostro volvía a iluminarse, mientras su corazón alborotado daba saltos de impaciencia.
Nadie le dirigía la palabra a su paso por las calles. Incluso cambiaban de acera si era necesario para no encontrarse con ella. Le temían. Con el miedo irracional de lo desconocido. Hasta que ocurrió la tragedia…
“El mar, siempre el mar….”, suspiraban los vecinos. En aquella ocasión casi todos los barcos habían logrado regresar al puerto venciendo el temporal. Sólo el “Alfonsina” con sus cuatro jóvenes tripulantes se resistía a aparecer. Apiñados en el puerto como racimos de uvas negras, los habitantes de Villariño aguardaban. Como tantas veces. El aire cargado de ayes y de plegarias, las esperanzas diluyéndose entre las gotas de lluvia a medida que crecía la tormenta bajo un cielo cubierto y hostil.
Los rumores acostumbrados comienzan a extenderse: “Parece que los han visto…” “Dicen que han encontrado los cuerpos….”. Pero la noche se cierra pespunteada de angustia y los vecinos emprenden el regreso silencioso a sus hogares. Sólo Eulalia se niega a abandonar el puerto. “Vete a casa, mujer. Mañana será otro día”. El dolor, ¡el maldito dolor! consigue derribar barreras imposibles y deja atrás rencores y supersticiones. Y la joven se deja arrastrar en su camino a casa por una multitud de brazos ahora cálidos y solidarios. “Él volverá”, repetía una y otra vez como una autómata bajo la mirada compasiva de los lugareños. “Yo sé que volverá”.
Los cuerpos sin vida de Tonino, Ángel y Sebastián, fueron encontrados al día siguiente flotando sobre las aguas del océano. El pueblo enteró lloró sus muertes y acompañó a las viudas en sus lamentos. Ella también lo hizo. Otra mancha oscura entre el deambular de la tristeza.
En el entierro todos la confortaron, como si fuese una viuda más. “Tienes que ser fuerte”, le decían. Eulalia agradecía en susurros con la mirada extraviada en el vacío.
Cuando abandonó la ceremonia, sus pasos la llevaron al malecón. El mar descansaba su resaca mientras que la lluvia seguía cayendo en gotas muy finas. A lo lejos un horizonte vacío y ondulado. Con las manos aferradas al chal que la protegía del viento, entrecerró los ojos y pronunció su nombre. P-a-u-l-i-n-o. Una y otra vez. Sus palabras eran arrastradas con fuerza por las olas en su viaje sin retorno.
En vano intentaron los vecinos convencerla de que él ya no volvería. Hasta que al cabo de unos días desistieron de su empeño en la creencia de que había perdido la razón. “Pobrecilla”, decían las comadres al verla pasar rumbo al rompeolas.“Tienes que resignarte”, le aconsejaban las mujeres mayores, “como hacemos todas”
“El mar me lo devolverá”, insistía ella cada vez con más firmeza.
Y Paulino volvió. Una madrugada, apenas insinuada la raya del alba. Dicen los pocos habitantes de Villariño que lo vieron llegar, que el chico parecía un fantasma. Vestido de harapos, caminaba arrastrando con dificultad su cuerpo delgado bajo un rostro pálido y ojeroso. Dicen también que cuando Eulalia lo vio no se sorprendió. Que fue como si aquel día lo hubiera estado esperando. Y que el abrazo duró hasta el amanecer del día siguiente.
Nadie en Villariño creyó la versión del joven: Golpe en la cabeza, corriente que lo arrastra hacia una orilla desconocida, pérdida temporal de la memoria…
Unos dicen que fue Eulalia y, aunque ya no le temen, están convencidos de que en sus idas al rompeolas selló un pacto con el mar. Otros, los más románticos, prefieren creer en la fuerza del amor. Lo cierto es que ellos siguen paseando juntos, abrazados con codicia. Llegan hasta el final del malecón y desde allí contemplan los atardeceres hasta que el sol hace morir el día. Mientras tanto en Villariño, el tiempo continúa marcando el transcurrir de la nada.