Ganador de enero: 'Flores', de Miguel Ángel Flores Martínez
La vida casi nunca se delata, raras veces se la ve venir y cuando menos te los esperas te sorprende con una de las suyas.
Después de quince años sin saber nada, sin que nadie supiera darme señales de ella; quince años que pasé primero buscando y esperando y luego intentando comprender sin dejar de esperar. ¡Quince!, y justo en ese momento me ofrecía claveles reventones en el semáforo donde estaba parado.
No dije nada, olvidé como se habla, la miré y ella no, desde su ofrecimiento rutinario no lo hizo. Estaba guapa, muy guapa, más de lo que el recuerdo la había embellecido con el tiempo. Se me hizo un nudo en la garganta, otro en el pecho y otro comenzaba a atarse entre las piernas. Me alejé con el coche sin tan siquiera decir no. Ella no miró, yo sí, todo el rato, y por el retrovisor al alejarme, y paré dos calles mas arriba y la seguí mirando tan hermosa, con un delantal de tulipanes azules, cómo ofrecía, sin ver, claveles rojos. Azucena, balbuceaba yo, intentando comprender, sin hacer nada más. Allí plantado como un capullo, mirando y mirando sin entender. Bajé la radio, para oírme qué pensaba.
La busqué, todo el mundo sabe que la busqué, incluso cuando la de dejé de buscar seguí haciéndolo. Y el día de mi boda también la esperé entre el bullicio; y en el entierro de su padre, pero no, no apareció. Tampoco lo hizo cuando se la requirió desde el juzgado para no sé que trámite hereditario. Nunca supe de ella hasta ese momento en el que no acerté a reaccionar.
Decidí volver a pasar con el coche y así, quizá, con la euforia del reencuentro invitarla a comer y escuchar cuanto tuviera que contar. Pasé tres veces antes de que el semáforo decidiera coincidir conmigo. Ya parado a su altura, le busqué la mirada, pero no se digno a mirarme, ni yo a hablarle; metiendo la primera pensé “no son horas de invitar a nadie a comer”. Eran las seis y media de la tarde.
Volví al mismo lugar de antes. Subí la radio, bajé del coche y la observé apoyado en él, ya sin disimulo. Empezó a sonar esa bachata de moda: Es por culpita de esa manía, que sigo yo atrapado… Ideé algunas excusas más para abordarla, que tampoco me convencieron. Ella miró hacia donde yo estaba en algún momento pero creo que no me veía; el sol ya estaba bajo y lo tenía a mi espalda; pero yo le sonreía por si acaso. …y van dejando su rastro, su aroma sobre tus sienes… Pasó más de una hora y la canción sonaba por tercera vez. En la calle casi no quedaban coches, ni a mí motivos para no ir a su encuentro. …dilo, di que no sabes volver y me vuelvo yo contigo... Imaginaba como la zarandearía cogiéndola por los hombros y, entre la lluvia de claveles rojos que escaparían de sus manos, reprocharle a voces los quince años pasados. …dejaste prendido en mi almohada el olor de tus cabellos… Otra opción, aunque igual de cinematográfica, sería abrazarla y llorar contra su pelo y dejarme resbalar hasta caer de rodillas cogido a su delantal. …que sin buscarlo sigues tú siendo, la dueña de mis sueños… Eso sí, al ser éste estampado de tulipanes, ésta secuencia tendría un aire más centroeuropeo, más de cine de autor.
No logro saber que ocurrió después, no lo recuerdo. No sé por qué escena me decanté finalmente. O si opté por la improvisación sin más. Sólo puedo decir que me acerqué a ella temblando, tiritando diría mejor, con un vértigo nuevo en el estomago; que sentí el olor a clavel, a tulipán, a azucena; que la agarré de un brazo y me miró; que la voz no me salió sola, que la tuve que empujar para decirle: vamos, ya va siendo hora de cenar.
No recuerdo nada más, de verdad, lo juro. Lo siguiente ha sido oír esta mañana el susurro somnoliento de mi mujer diciendo: anoche llegaste muy tarde y cuando me besabas, tu boca sabía a flores.