Ganador de mayo: 'El reencuentro', de Manuel J. Caballero Damián
Cuando murió Marcos le volvió a suceder. Leónidas volvió a sentir aquel dolor punzante y seco que le entraba por las cuencas de los ojos, atravesaba su cabeza como si se la estuviesen serrando, y para cuando salía por la nuca se había llevado consigo todos los recuerdos de sus vivencias con él. Ya no recordaba de Marcos nada importante. En realidad ya no recordaba nada importante de casi nadie. Salvo nietos e hijos, todos sus seres queridos se habían marchado en el triste goteo de muertes que salpica a la vejez, y siempre había sentido aquel dolor extraño, que había despoblado su pasado hasta quedar reducido a una mísera colección de recuerdos banales y dejaba lo importante sepultado en la ciénaga oscura donde habitan las cosas que olvidamos para siempre.
Sin pasado, su vida era una cucaña de frustraciones. Una noria de errores repetidos que acabaron arrinconándolo en una soledad casi catatónica, dejando su alma hueca como la de un muñeco de hojalata. Pasados varios meses, su hija le había preparado por la tarde sopa y fruta confitada para la cena, y cuando se marchó a trabajar, Leonidas se quedó sentando escuchando como el viento bregaba contra los cristales de la ventana, con la angustia por no poder recordar su vida con Maria apretando en su pecho como un puño, y rumiando en silencio su tristeza hasta que llamaron al timbre.
No había nadie tras la puerta. Tampoco en el caminito que cruzaba el jardín hasta la calle. Le extrañó el albor que vestía el cielo, impropio de una tarde que a aquellas horas debía estar ya moribunda, y notó un intenso olor a gardenias que le inquietó, ya que hacía dos años que solo había mala hierba en sus arriates. Siempre creyó que las gardenias olían como los ángeles, así que se mantuvo unos segundos disfrutando, hasta que vio con el rabillo del ojo como el viento agitaba a sus pies un papel atado cuidadosamente a una pequeña cajita. Cuando leyó aquella nota sin firmar, cientos de hormigas despertaron nerviosas en su estómago.
−Olvidar el pasado nos condena− Ponía en el papel.
Tomó el paquete y volvió al salón. Retiró su envoltorio, y de su interior sacó una rollito de plástico de burbujas que envolvía la pieza. Lo deshizo y apareció ante sí la pequeña válvula de vacío que había codiciado durante tanto tiempo. El regalo enigmático le tenía desconcertado, y su memoria de cartón piedra le impedía averiguar nada.
Se dirigió al sótano arrastrando sus zapatillas con cuidado, y al poco regresó entusiasmado sosteniendo en sus manos temblorosas una bolsa negra roída por los años. La puso junto a la válvula, se sentó y tras limpiar sus lentes, sacó de la bolsa una vieja caja de madera oscura. Hubiese pasado por costurero antiguo de no ser por algunos mandos rudos y una placa de metal agujereado que tenía en el frontal. Retiró la aldabilla que mantenía cerrada la parte posterior y se quedó unos instantes contemplando sus entrañas.
-¡Ah! –Suspiró- ¡Cuánto tiempo!
Aquella radio le había acompañado casi toda la vida y le seguía fascinando como antes.
Cuando sustituyo la pieza, dejó la parte de atrás de su carcasa abierta para contemplar el espectáculo. Se levantó, se sirvió una copa de moscatel, puso la habitación en penumbra, y cuando accionó el conmutador de la radio, sus válvulas de vacío proyectaron sobre las paredes del pequeño salón una coral de luces rojizas.
Llevaba años buscando aquel sonido antiguo que le estremeció el alma, y le produjo una sensación extraña. Algo parecido a mil intuiciones, que se removieron en su mente como culebras y llegaron a asustarle. Se mantuvo quieto, expectante hasta que, como gotas de una lluvia que comienza, uno a uno, comenzaron a brotar los recuerdos perdidos hasta acabar agolpándose precipitadamente en su cabeza. Se recreó degustando el que le trajo a la memoria la cara de admiración de María, aquella mañana fresca de hace casi una vida cuando le miraba absorta mientras él, siguiendo un manual prestado, se dejaba el alma colocando cada cable, cada conexión, cada válvula; cada centímetro de aquella radio para regalarle el bolero que los unió para siempre.
Tras las palabras de una locutora joven, la voz de ángel de un negrito bueno tejió en el aire una bella canción de despedida, dedicada a una mujer que esperaba en el cielo con dos gardenias para retomar su compromiso de toda una vida. Cerró los ojos embelesado y se mantuvo de pie, con la copa en la mano, saboreando intensamente aquellos acordes con matices de otros tiempos. Esa mezcla extraña de nostalgia dolorosa y satisfacción por lo vivido era lo más parecido a la felicidad que había sentido en mucho tiempo.
Sus ojos se humedecieron al reencontrarse con su vida y con aquel sonido añejo. Y con sus sentidos hipnotizados, la vieja radio, donde se guardaban todas las historias, le trajo del pasado junto a aquel bolero antiguo el recuerdo de otra casa en otro tiempo, una noche refrescante de verano con todos durmiendo y un salón a oscuras. Recordó unos pies descalzos sobre las losas y unas paredes impregnadas también de luces rojizas. Recordó el aroma a gardenias de una mujer bien pertrechada, y un baile lento, preámbulo del amor de una piel joven. No pudo evitar pincelar en el aire con la copa unos trazos femeninos e imaginarse aferrado a su cintura, dejándose llevar como siempre que bailaba con ella, balanceándose despacio al ritmo de aquella música. Mantuvo los ojos cerrados, y enfrascado en aquel vaivén recordó una promesa de reencuentro en la eternidad que volvió a estremecerle. Solo entonces pudo notar en sus yemas, donde antes estaba la copa, el tacto suave de un camisón fino, el calor de una mano en su hombro y el sabor a fruta confitada de un beso. Sonrió feliz. Sabía que cuando abriese los ojos ya no habría salón, ni vino, ni mesa, ni luces rojas. Solo estaría ella.