Enlaces accesibilidad

Relato ganador 2011: 'La casa de enfrente'

  • Obra ganadora del III Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores

Por

Al principio no había más que un campo pequeño. Quedaba entre la calzada y el mar que, por lo general, llegaba suavemente hasta las rocas planas que desgarraban unas olas mínimas. Crecían entre el cascajo unas hierbas ralas, mezquinas, resistentes al aire y al salitre. La mayoría de las tardes se quedaba mirando desde la ventana la lenta pesadumbre con que el agua acariciaba el pedregal¬¬. Cuando el sol calentaba un poco, bajaba con una silla de lona a escuchar el crujido del agua mientras paseaba la mirada desde las líneas negras de un periódico hasta la mancha abigarrada de blancos diferentes del pueblo que asomaba detrás del malecón. Dormitaba distraído hasta que el relente lo echaba a la casita adosada que había alquilado un año antes, al otro lado de la calle, cuando lo jubilaron del Ritz de Madrid.

Luego cerraron el campo; pusieron una valla de tablas mal ensambladas con una puerta grande de tela metálica y, hasta que levantaron el primer piso, siguió viendo el mar desde su ventana; tampoco le importó mucho dejar de verlo cuando levantaron la casa; casi al mismo tiempo limpiaron de piedras el terreno de la parcela de al lado, lo rellenaron, pusieron césped y unas palmeras; sólo tenía que desplazarse unos metros, para volver a ojear el periódico junto al mar, pero la casa que ocupó el espacio de delante de la suya le supuso una fuente de interés. Al principio fue sólo el proceso de edificación, más tarde la casa misma creció también dentro de él. El primer atisbo de aquellas transformaciones lo tuvo una tarde tibia de invierno. Estaba sentado en su silla de lona cuando llegaron. Vinieron en un coche inmenso, plateado. Ni la mujer ni el hombre cumplirían ya los cuarenta. Ella se movía con movimientos bruscos, un poco sincopados. Midió a grandes pasos la parcela, braceando, hablaba con pasión al hombre, que se mostraba más a la expectativa, callado. No se enteró de lo que decían porque se había retirado a su casa cuando los vio bajarse del coche. En los siguientes cinco meses no ocurrió nada, salvo algunas visitas al terreno de la mujer sola. Llegaba en el mismo coche del primer día, recorría el terreno a grandes pasos, dibujando habitaciones en el suelo; se detenía, miraba a un lado y a otro, en ocasiones se quedaba muy quieta como meditando, pero por poco tiempo. Siempre se marchaba súbitamente, acometida por una prisa repentina. Empezaron las obras a finales de aquella primavera. Fue ella quien las vigiló. El hombre aparecía sólo de vez en cuando; paseaba distante con el casco en la cabeza, o en la mano, que sacaba de la parte de atrás del coche (un coche que era muy parecido al que llevaba ella o era el de ella) con cierta ceremonia como si se tratara de un instrumento precioso o una prenda de lujo. Ella cambiaba entonces; sustituía aquellos ademanes de seguridad y dominio con que trataba a los obreros, por otros que a él, que atisbaba desde su casa, le parecían más mansos, más sometidos. Alguna vez discutieron; le pareció que era sobre la construcción misma, porque ella señalaba con insistencia casi violenta el plano que sostenía en la mano, pero después cambiaba, los motivos debieron derivar hacia otros asuntos; desaparecía, entonces, toda mansedumbre de la actitud de la mujer: gritaba, aunque él no oyó nunca los significados de las voces, sino sólo el estruendoso rumor de la ira.

Estaba ya la casa cimentada y hecho el sótano con una entrada ancha seguramente el garaje y se ¬alzaban los pilotes que sustentarían los pisos siguientes, cuando le salió un trabajo temporal en un hotel de Orihuela. Aunque se sentía bien instalado en su condición de pensionista, le gustaban aquellos trabajos esporádicos, lo sacaban de su cómodo orden de vida, de su ocio bien organizado y de su casa de sesentón célibe. En los días previos vivía en una tenue excitación, como si pudiera suceder algo desconocido. También le gustaba Orihuela, su aire de ciudad antigua y su solidez burguesa levantina, tan diversa de la desarticulada inconsistencia de los pueblos costeros. Mientras estuvo fuera, recordó muchas veces la casa en su progreso; no sabía cómo, pero le inquietaba que fuera creciendo delante de él, casi para él ¬¬ no la casa, sino su crecimiento ; también recordaba con afecto, como si le tocara en algo, el desamparado dinamismo de la mujer supervisando la obra. Cuando volvió, estaban poniendo la cubierta. Era un tejado raro, mucho más volado que los que se solían ver por los alrededores. Un día, al caer la tarde, cuando ya se habían ido los obreros, la mujer y el hombre tuvieron una discusión quizá motivada por el tejado , hubo gritos, gestos violentos; en un momento pareció que iban a agredirse físicamente; poco a poco, se fueron calmando; ella lo acarició en la cara; se sentaron tras el antepecho de una ventana y él dejó de verlos.

Le gustó la casa cuando estuvo terminada. Tenía grandes ventanales, que no cerraron con persianas, de forma que, desde su ventana, podía ver los distintos cuartos de la casa. En la parte de abajo había uno grande que ocupaba todo el fondo y se abría en otro ventanal a la parte trasera, a la izquierda de éste, había otras dependencias que no podía ver, quizá un comedor y una cocina. La parte trasera, o delantera pues era la que daba al mar, también se abría en paredes de vidrio a un jardín breve, luego estaba la mancha azul de una piscina que unía sus reflejos acuosos con los del mar más allá.

No tardaron en empezar a vivir allí. Supo sin quererlo en todas las vecindades se sabe casi todo enseguida que estaban casados, también supo más cosas a las que prefirió no dar crédito. De vez en cuando recibían la visita de algunos jóvenes: o bien dos chicas, o bien un chico, rara vez los tres juntos, pero no se quedaban mucho tiempo. Se solía crear una tensión especial o así le parecía a él con la llegada de los que imaginó hijos de anteriores matrimonios: veían la televisión en silencio y, de vez en cuando, el hombre se levantaba y servía bebidas.

Una tarde que había bajado al jardincillo de las palmeras a leer el periódico, descubrió que desde el extremo de éste podía ver la habitación de arriba. Intuyó un cuarto espacioso comunicado con un baño esquinero, en las dos esquinas había ventanas grandes. Habían calculado muy bien la altura de los antepechos y era imposible ver desde fuera más que las cabezas de los que se movían dentro. En el crepúsculo de la noche, cuando alguien iluminó el interior con el vacilante resplandor de alguna vela, imaginó a la mujer bañándose mientras contemplaba el mar.

Fue desde aquel mismo jardincillo desde donde presenció una quizá hubo más disputa violenta: pudo ver los brazos moviéndose a la busca del otro y, en un instante, el choque de la cabeza de la mujer contra el vidrio de la ventana. En los días siguientes, la distancia de trato entre ellos, que ya había percibido, se hizo más manifiesta y permanente: miraban la televisión en silencio, cada uno desde un sillón diferente; se contestaban con gestos bruscos, despectivos y algunas veces discutían.

De vez en cuando recibían visitas. Daban cenas a las que asistían hasta diez o doce personas. Él los veía, seguramente después de haber cenado, instalados en el cuarto acristalado, en el que otras veces miraban la televisión; en aquellas ocasiones se mostraban obsequiosos y sonrientes. Solían beber mucho, gesticulaban, hablaban, a veces se bañaban en la piscina desnudos él apenas entreveía los cuerpos moviéndose más allá de las dos cristaleras . Una de aquellas noches, después de que se fuera la mayoría de los invitados, y sólo quedaran en la estancia ellos dos y otras dos mujeres, hubo una disputa definitiva. Se dio cuenta por la actitud del hombre que insultaba violentamente a la mujer; pudo ver cómo ella estallaba en llanto y cómo las otras dos mujeres se enfrentaban al hombre, que dejó el cuarto impetuosamente. A los pocos minutos salió en el coche haciendo chirriar las ruedas. Ya no lo vio más, aunque una vez, pasados unos meses, que volvía a su casa de un paseo vespertino creyó ver su coche que se alejaba de la casa.

En los meses siguientes vivió sola en la casa; procuraba pasar poco tiempo en ella él la veía mucho menos ; estaba ensimismada y a veces lloraba. El chico joven vino una o dos veces en sábado, pero se iba enseguida, el domingo por la mañana. Dio algunas fiestas unas tres o cuatro más bien tumultuosas, dos de ellas sólo de mujeres. En todas ellas se manifestó sumamente activa, sirviendo a unos y a otros, riendo ostensiblemente y bebió mucho.

No había pasado un año desde que el hombre se fuera, cuando ella también se fue. Un día vio un camión de mudanzas, estaba vaciando la casa. Al poco tiempo la demolieron. Pero él ya no vio más; nada le ataba allí, ni siquiera aquel mar desolado entre jirones urbanos. Se fue a Orihuela. Más tarde supo que habían edificado una línea de casas de seis alturas a pie de playa.