Relato ganador 2012: 'Cabeza vacía'
Estoy empezando a desorientarme, a tener vacíos. Siempre he sido muy despistada, como casi toda mi familia, pero esto es otra cosa. Algo desaparece dentro de mi cabeza de súbito, sin avisar. Luego vuelve y ya está. No hago más que pensar en el dichoso alzhéimer. A veces me mareo, como si fuera a perder el equilibrio. Pero no me he llegado a caer. Puede que sean tonterías, aprensiones. Manías de mujer de mediana edad con mucho tiempo libre. Desde luego no es estrés, como le encanta decir a todo el mundo. Veremos.
Esta plaza tranquila y soleada me suena. Sus árboles diferentes, el monumento a una mujer guerrera. ¿De qué la conozco? Me gusta. Escojo un banco cercano a la cabi-na telefónica. Por si tengo que hacer una llamada urgente. Nunca se sabe. He olvidado el móvil en alguna parte.
No sé muy bien qué hago aquí, pero tampoco quiero ir a ningún otro lugar.
Me derrumbo en el banco sin mirar a un chico de aspecto extranjero sentado en el otro extremo. No le digo ni hola y enciendo un cigarrillo. Con aire autosuficiente, saco de mi enorme bolso el cenicero portátil y lo coloco en el asiento, a mi lado. Percibo que el chico me mira con curiosidad, pero me importa un bledo.
Aquí y ahora estoy sentada en un banco al sol, y punto.
Miro a mi vecino de asiento. Unos ojos francos, pro-fundos, me observan con amabilidad bajo una onda de pelo oscuro. Apago el cigarrillo, tapo el cenicero y le ofrezco el paquete abierto. Sonríe negando con la cabeza. Gracias, no fumo, me dice con un acento que no puedo identificar. No parece árabe, ni europeo del norte. Desde luego no es chino, africano ni latino. Pero me resisto a pensar que sea estadounidense por su atuendo sencillo, incluso elegante. Pantalón gris oscuro, camisa blanca, americana de tweed, zapato y calcetín negros. ¿Canadá?, le pregunto como una boba, articulando mucho. Vuelve a negar. ¿Australia?, sigo en mis trece. No, yo de Krypton, me contesta con bastante claridad. Otro que me quiere tomar el pelo. Pero no importa, acabo de decidir que este es el primer momento del resto de mi vida.
Me giro hacia él cruzando las piernas y enciendo otro cigarrillo. No serás Superman..., le pregunto algo irónica. De nuevo una sonrisa estupenda. Sí, dice, soy Superman, ahora sin acento ninguno. ¿Y qué haces aquí? Espero por si alguien me necesita, contesta en voz baja. Sigo mirándolo y el cigarrillo me abrasa los dedos. Doy un pequeño grito, lo tiro y me acerco la mano a la boca. Él dice Disculpa, me coge por la muñeca y roza mis dedos con suavidad. El escozor desaparece. Bueno, tampoco me había quema-do mucho. Para no perder el control de la situación, sigo preguntándole: Entonces te llamarás Clark Kent, aquí en la Tierra. Me mira como con reconocimiento. Clark Kent, sí.
Y eres periodista. Ríe abiertamente: Eso fue hace tiempo, al principio.
Los árboles de la plaza han empezado a moverse, las hojas susurran entre ellas. Se está levantando viento. Él se sube las solapas de la chaqueta y continúa, más serio: El Sunday Planet ya no existe, Lois tampoco. Me sale la vena cruel: Pues tú estás de lo más lozano; si fueras Clark Kent ya tendrías que estar muerto o casi. Me mira como por primera vez: Pero tú no sabes, los superhéroes... Ahora río yo: Sí, lo sé, pero vamos... Me remuevo incómoda, de pronto el banco es duro y estrecho. La verdad es que no sé qué hacer, si seguir con la broma o marcharme a casa ahora mismo.
Dice No te vayas aún y me quedo quieta, estupefac-ta. Vuelve a sonreír: Seguro que te podré demostrar que soy Superman. No sé qué decir. Me quedo callada, pero él no parece sentirse molesto. Tan normal, tan guapo, con la oscura onda sobre la frente, las solapas alzadas, las manos en los bolsillos, largas piernas estiradas, pies cruzados.
Me fijo en los impecables mocasines de piel negra. Pienso que Superman no llevaría esos zapatos. Me mira de reojo:
Los he comprado esta mañana en Independencia, musita. El interior de mi cabeza comienza a girar. Casi desesperada, se me ocurre que a lo mejor Superman puede curar enfer-medades (si los vacíos de mi cabeza son una enfermedad). No creo que se moleste si le pregunto. Mira que si me cura... Y ahora es mi corazón el que galopa.
Sigue haciendo viento, pero no es desagradable. El sol calienta con suavidad. La plaza no está muy concurrida, aún no han salido los niños del colegio. Me acelero de nuevo: van a llegar los niños. ¿Lo conocerán cuando lo vean? Con lo listos que son, sabrán que es Superman. Imagino una escena maravillosa, muchos niños boquia-biertos rodeando nuestro banco. En ese momento, tras los edificios de enfrente se oye un gran estallido, y segun-dos después el alboroto de sirenas.
Antes de que me quiera dar cuenta, mi nuevo amigo se ha incorporado y ha corrido a la cabina telefónica. Se mete en ella y cierra la puerta. ¿A quién llamará?, pienso tontamente. ¿A quién conocerá Superman en Zaragoza?, ¿quién sabrá su verdadera identidad? Yo, descubro con un orgullo nuevo. Me conoce a mí. Y despacio, como a olea-das, me va invadiendo la ilusión. La ilusión perdida.
Al cabo de un rato, me levanto y me acerco a la cabi-na. Tras los anuncios pegados a los cristales, parece vacía.
Abro la puerta. Sí, está vacía. Pero yo lo he visto entrar. Yo he hablado con él. Yo... A punto de volver el terri-ble vértigo, me apoyo sobre el teléfono. Intento cerrar los ojos y descubro en el suelo un reluciente mocasín de cuero negro. Lo levanto con cuidado y lo introduzco en mi bolso enorme. Ya muy tranquila me dirijo hacia mi casa. Ahora recuerdo perfectamente el camino.