Piedad Bonett baja a los infiernos con "Donde nadie me espere"
- "Cuando veo esos jóvenes mendigos sentados en las aceras de las ciudades con sus perros me pregunto ¿qué pasó con sus vidas".
- En "Donde nadie me espere" nos muestra la caída a los infiernos de un joven de la "clase media colombiana" que acaba convirtiéndose en vagabundo
Leer a Piedad Bonnett es adentrarse en sus miedos, adentrarse en lecturas incómodas, reales. En su novela "Lo que no tiene nombre" narró el suicidio de su hijo. Ahora en "Donde nadie me espere", publicado por Alfaguara nos descubre como un joven se convierte en vagabundo. La escritora colombiana nos muestra como ellos renuncian a un entorno familiar, a los estudios, a la posibilidad de un trabajo y optan por la libertad absoluta. A Piedad Bonnett le interesa el umbral. Un viaje a la indigencia del que es muy difícil regresar. Charlamos con ella en Libros de Arena.
"Cuando sentí que alguien me daba golpecitos en el hombro, abrí los ojos. Debía tenerlos llenos de miedo o de hostilidad o de rabia, porque el hombre que estaba en cuclillas se echó bruscamente hacia atrás, levantó su mano como para defenderse y luego se irguió. Mi mirada registró borrosamente un par de zapatos gastados y se ancló en ellos por un momento mientras mi cabeza llamaba desesperadamente a la conciencia. Traté de recordar dónde estaba, sintiendo que venían poco a poco a mis oídos los sonidos del mundo: primero el alboroto de la calle, el ruido de pasos y motores, el sonsonete de la lambada de un carro que retrocedía y luego el ronroneo de mi pecho, su silbido, su cascabeleo de culebra. Allí estaban otra vez, como prueba de que seguía vivo, el dolor en el tobillo, la tirantez de la piel del empeine, la cabeza embotada, la palpitación del ojo.
Mi mirada trepó con dificultad y se detuvo en los botones desproporcionados de un suéter beige. Entonces putié en voz baja: tal vez me había quedado dormido en la puerta de algún tendero que no demoraría en darme una patada en las costillas. Volví a cerrar los ojos, pero enseguida los abrí sobresaltado, seguro de que finalmente habían dado conmigo. Traté de sentarme, aterrado, sintiendo que cientos de agujas se me clavaban en las axilas, pero no pude moverme: yo era un muñeco de tela que habían rellenado de plomo. Fue entonces cuando oí mi nombre. Una, dos veces, mi lejanísimo nombre. Otro dentro de mí levantó la cabeza, se incorporó lentamente sobre el codo derecho. La luz acuosa de la mañana me hizo cerrar los ojos. El hombre del suéter beige volvió a acuclillarse y se presentó a sí mismo, en voz muy baja, como si le hablara a un enfermo grave, a un moribundo, cosa que de alguna forma yo era."