Discurso Francisco Ayala, Premio Cervantes 1991
- Jurista, profesor de Literatura, narrador, articulista y crítico literario.
- Su narrativa y sus memorias le ganaron un sitio en la literatura española.
- Sus artículos periodísticos conforman una “biografía” de la España reciente.
El narrador y ensayista Francisco Ayala (Granada, 1906 - Madrid, 2009) fue el escritor galardonado con el Premio Cervantes 1991. Un premio con el que “queda reconocida y sustantivada la comunidad cultural cuya base sólida es el idioma, sobreponiéndose a los muchos equívocos ocasionados por la historia política del pasado siglo, cuando la ideología nacionalista, instrumento intelectual de que en su día se sirvieron los movimientos americanos de independencia, llevó a involucrar la creación poética con los sentimientos e intereses del patriotismo local”.
Su agradecimiento se extiende hasta Cervantes, cuyo “Libro fundamental” le proporcionó, de niño, un vocabulario con “algunas de esas palabras, entonces malsonantes” para escándalo de quienes pudieran oírle” y, ya como escritor, el mejor paisaje literario para su particular quehacer.
Discurso íntegro de Francisco Ayala
"Majestades; señores míos:
Por una coincidencia que no sabría cómo calificar, el mismo día en que se me otorgaba este galardón tan preciado y honroso que hoy recibo, me encontraba postrado a las puertas de la muerte. En versiones varias, corre por el mundo una leyenda folklórica según la cual, un moribundo obtiene por gracia especialísima un aplazamiento en el último trance, para que entre tanto pueda llevar a cabo aquello que su imprevisión le había hecho descuidar. Con implícita ironía, pretende la leyenda que casi siempre, al cumplirse el término prescrito, y una vez agotado ya el plazo, la tarea siga inconclusa, de modo que todo haya sido en vano. En mi caso, si en tal caso me pongo, una al menos de mis obligaciones pendientes queda solventada en este acto de hoy: la de hallarme aquí presente para recibir de tan suprema instancia el premio que tanto agradezco, y explicar de paso alguna de las particularísimas razones por la que debo estimarlo en el más alto grado.
Aunque, si bien se considera, tal explicación resulta innecesaria. ¿Cómo hubiera podido ser de otra manera? Para empezar, la advocación de Cervantes tenía que tener una resonancia de intensa simpatía en quien, como yo, ha dedicado muchas horas de su larga vida, y llenado muchas páginas, en continua aplicación al estudio de su obra; y, sobre todo, para un autor de ficciones literarias que, no menos que cualquier escritor de invenciones tales, ha debido moverse dentro del ámbito espiritual y trabajar mediante los recursos técnicos que, para universal magisterio, estableciera el autor del Quijote.
“La patria del escritor es su idioma, cualquiera sea su ciudadanía civil“
Esto, como digo, por cuanto significa para mí el premio que invoca su nombre. Pero es que éste -el premio mismo tal cual se encuentra instituido- presenta además rasgos peculiares que a juicio mío le prestan un carácter de especial relieve. He afirmado a veces, en conformidad con otros colegas, que la patria del escritor es su idioma. Pues bien, el Premio Miguel de Cervantes está dedicado a destacar los méritos de quienes cultivan las letras en lengua castellana, cualquiera sea la ciudadanía civil de cada uno. Queda reconocida y sustantivada así la comunidad cultural cuya base sólida es el idioma, sobreponiéndose a los muchos equívocos ocasionados por la historia política del pasado siglo, cuando la ideología nacionalista, instrumento intelectual de que en su día se sirvieron los movimientos americanos de independencia, llevó a involucrar la creación poética con los sentimientos e intereses del patriotismo local. Pero los azares de la política, por mucho que apremien y condicionen y apasionen, no llegan sin embargo a erosionar seriamente el suelo firme de una comunidad idiomática.
Por lo demás -y éste es otro acierto complementario-, la administración del Premio ha sabido hacerse cargo sin embargo de lo arraigadas que todavía siguen estando confusiones tales de lo literario con lo político, y ha establecido sutilmente en consecuencia una especie de turno informal entre escritores nacidos a una u otra orilla del Atlántico, entre escritores españoles y escritores hispanoamericanos. Sería inoportuno, y por lo demás ocioso, discurrir ahora acerca del alcance y de la cuestionable validez de diferenciaciones tales, pero sí parece loable desde luego la discreción de haberlas tenido en cuenta.
“El Cervantes es un premio extendido a la patria espiritual que tantos pueblos comparten“
Por cuanto a mí personalmente concierne, podría preguntarme, si hubieran de darse por válidas esas categorías, a cuál de ellas debo pertenecer yo -cuestión que en términos diversos cabría plantear también alrededor de otras biografías de literatos, y cuya más adecuada respuesta quizá fuese ésta: que propiamente y de lleno, quizá no pertenezco a ninguna; pues es lo cierto que en alguna manera se encuentra uno emplazado en tierra de nadie. Nacido en Andalucía, tomé parte desde Madrid, durante la época juvenil de mi vida en los movimientos literarios de vanguardia, que se desenvolvían en estrecha correspondencia con los simultáneos de Barcelona, Buenos Aires, México y La Habana. Luego, las consecuencias de nuestra guerra civil, en la que actué como ciudadano (pero no por cierto como escritor) al lado de la República, me llevarían a reanudar mi producción literaria en varios países de América; hasta que por fin, veinte años más tarde, me fue dado reintegrarme (en puridad, casí reintegrarme) a España, el curso de cuya literatura había sido entre tanto -también a consecuencia de la guerra misma- un curso anómalo por relación al del resto de las letras castellanas. Así, una parte considerable de mi obra fue desconocida, o tardíamente reconocida, en este mi país natal, sin que aquellos críticos e historiadores que se ocupan de catalogar, ordenar y categorizar el cuerpo de la producción literaria sepan bien dónde colocar la de un escritor exiliado, cuyo nombre por lo pronto se encontraba inserto ya en los cuadros de la vanguardia española, y que por otro lado, a partir de su regreso en los años sesenta, había vuelto a hacer acto de presencia cada vez más intensa en el ambiente intelectual madrileño, pero que durante la fase intermedia (un lapso de nada menos que un cuarto de siglo) debió actuar bajo la condición ambigua de "escritor español en América", tenido allí por propio y por ajeno a un tiempo mismo... Como bien se advierte, el intento y la práctica de encuadrar la literatura de lengua española dentro de marcos nacionales no está libre de perturbadoras dificultades. Por eso me parece muy laudable el hecho de que el Estado español mantenga, como mantiene, premios para galardonar obras literarias de sus ciudadanos escritas en cualquiera de los idiomas reconocidos como oficiales dentro del ámbito peninsular, pero que al mismo tiempo haya instituido también, bajo la advocación de Cervantes, este Premio singular que contempla el panorama entero de las letras castellanas, cualquiera sea la ciudadanía del escritor, un premio extendido, pues, a la gran patria espiritual que tantos pueblos comparten.
El que este hermoso y preciadísimo galardón me sea entregado en el presente año, cuando se está celebrando el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, es circunstancia que añade a mis conmovidos sentimientos, junto al de una profunda gratitud por verme así tan honrado en mi país natal, también otro sentimiento que reafirma mi afinidad profunda con aquel mundo nuevo, con ese continente del que era nativa la madre de mi hija y donde había de nacer nuestra nieta; con la América fabulosa adonde Miguel de Cervantes intentó ir sin que su deseo pudiera verse cumplido.
“La quema de libros es el más cruel de los escarnios que le fueron infligidos a Don Quijote“
Comencé refiriéndome a lo mucho que como escritor debo a Cervantes. Ya en la infancia, cuando apenas podía entender el significado de muchas de sus palabras, leí el Quijote y para escándalo de quienes pudieran oírme incorporé a mi vocabulario algunas de esas palabras, entonces malsonantes, cuyo significado ignoraba; más tarde, escritor novicio ya, los críticos lectores de mi primera novela pudieron señalar en ella algo que era bastante obvio: los ecos inconfundibles del Quijote; y por fin, ahora, escritor valetudinario, he dedicado mi última prosa, todavía inédita, a comentar y en alguna manera recrear cierto maravilloso pasaje del Quijote, el del encuentro de su protagonista con un caballero granadino. Todavía, en la presente ocasión, cuando debo recibir y agradecer el premio Cervantes, quisiera remitirme una vez más con breves palabras a otro pasaje del Libro fundamental. Es uno de esos episodios donde con arte único se mezclan en increíble mixtura el patetismo y la comicidad. Me refiero al capítulo que relata cómo las personas afectas a don Quijote han decidido, entre su primera y su segunda salida, expurgar piadosamente la biblioteca del hidalgo para quemar los malditos libros de caballerías. Después de haberlo hecho, tapiarán la pieza donde se guardaban, "porque cuando se levantase no los hallase"; y en efecto, "de allí a dos días levantose don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros: y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba a donde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra ... ". Mucho se ha especulado alrededor del significado que en la secreta intención del autor pudiera encerrar el famoso escrutinio y quema de los libros. Sin necesidad de entrar en la cuestión, y dejándola aparte para atenerme a la mera y directa lectura del episodio, me parece a mí que esa búsqueda silenciosa de la condenada puerta es más penosa que todos los descalabros sufridos por el caballero en sus aventuras; que esa bien intencionada acción de quienes bien lo quieren, al prohibirle el acceso al lugar de la lectura, resulta más cruel que cuantos escarnios le fueron infligidos, pues cierra el paso al campo de la libre imaginación, al que se supone no pueden ponérsela puertas. La imagen de don Quijote tentando en vano el ciego muro que veda la entrada al paraíso de su fantasía me ha resultado, siempre que he vuelto a ella, patética en el más alto grado.
Ese pasaje del Quijote hace pensar desde luego en las condenaciones, trabas y vetos que tradicionalmente han solido imponer quienes se consideran autorizados para proteger al prójimo de los supuestos peligros de la lectura; pero hoy, cuando dichas restricciones pueden darse por desaparecidas en la sociedad actual, otros nuevos obstáculos, y de eficacia tanto mayor al no ser de índole coactiva, nos amenazan. Aludo, claro está, al progreso pujante e irresistible de los medios de comunicación audiovisual, cuyos servicios han sustituido, tanto para la información como para la recreación de las grandes masas, al recurso de la palabra escrita. Por su causa, las gentes abandonan la práctica de la lectura, y pierden la costumbre de sentarse con un libro en la mano para ejercitar la mente y cultivar la imaginación interpretando su contenido. Y así, el centro de la autoridad idiomática se desplaza desde la letra impresa hacia posiciones desde donde se difunde una oralidad desaliñada, regida por criterios de urgencia.
“El ejercicio literario no consiste tan sólo en escribir, sino también, por supuesto, en leer“
Creo oportuno, cuando nos hallamos reunidos para honrar la memoria de Cervantes, insistir sobre las indispensables virtudes del ejercicio literario, que no consiste tan sólo en escribir, sino también, por supuesto, en leer. La solemnidad de este acto, presidido por los reyes de España, en el que cada año se selecciona a un cultivador de las letras castellanas para distinguirlo de manera particular, constituye una reiterada afirmación del valor de la literatura misma, y sin duda contribuye de manera muy resuelta a darle el prestigio social que tanto necesita cuando diversos rasgos de la realidad contemporánea muestran una tendencia a descuidar su estudio y a desestimar su importancia. Este año ha sido a mí a quien le ha tocado agradecer en nombre de todos esto que considero un servicio inestimable a la cultura general.
Muchas gracias, pues, Majestades; muchas gracias, señores y amigos".