La Real Academia de la Lengua juega a la lotería
- Alambre, capilla, copa, lira, paraguas, postero, tabla, tolva y trompeta saltan del sorteo al diccionario académico
- Busca tu número favorito para la Lotería de Navidad y sabrás dónde comprarlo
Nada más español que la Lotería de Navidad, sin embargo la palabra lotería es un galicismo, proviene del francés loterie, que la Real Academia de la Lengua (RAE) introdujo en el Diccionario de autoridades de 1734 pese a no tener ningún escritor que respaldase su uso. La referencia textual se encuentra en una noticia de París publicada por La Gaceta de Madrid sobre una lotería real "que es una especie de rifa".
Vendedores de lotería, suerteros, loteros, posteros, con todos estos nombres se denomina a las personas que tienen a su cargo un puesto de lotería y cuyas definiciones incorpora la vigesimotercera edición del Diccionario de la lengua española. En total se han añadido nueve términos, la mayoría nuevas acepciones, aunque también alguna enmienda y como artículo novedoso el dedicado a postero, postera.
En la octava acepción de la palabra capilla encontramos ahora "en la lotería española, maqueta final de un décimo o de un billete, en el que aún no figura impreso un número del sorteo". Un ejemplo de estas capillas se expone en el Museo del Prado en un itinerario por las salas de pintura española del siglo XIX que permite comparar los cuadros originales con las ilustraciones usadas en los décimos de lotería.
El director de la RAE, Santiago Muñoz Machado, ha destacado que la Lotería "es un juego de suerte, no de azar, sin tener el matiz negativo de este último porque no permite la truhanería, ya que no hay participación activa del jugador". Una precisión pertinente dado que los primeros espadas de la literatura del siglo de oro perdían en el juego lo que ganaban con las letras.
Cervantes era conocido por su afición a las cartas y por hacer trampas. Góngora perdió una fortuna con los naipes, ocasión que su archienemigo literario Quevedo aprovechó para hacer sangre en los últimos versos de un soneto: "Yace aquí el capellán del rey de bastos, que en Córdoba nació, murió en Barajas y en las pintas le dieron sepultura". Las pintas era un juego de cartas de la época.
Alambre, capilla, copa, lira, paraguas, postero, tabla, tolva y trompeta son las nuevas definiciones que consagra el diccionario pero entre sus páginas atesora 1.500 palabras referidas al juego. Un asunto, el juego y su regulación, que ocupó a las autoridades en una fecha tan temprana como 1314 cuando Alfonso X el Sabio publicó su Ordenamiento de Tafurerías (normas contra tahúres o tramposos).
El Gordo en la literatura
En el siglo XIX, la lotería formaba parte de la vida cotidiana de los españoles y así lo refleja Galdós en Fortunata y Jacinta. A la familia de los Santa Cruz les toca la lotería, llevan la lista al comedor y detallan lo que le ha caído a cada uno: "Los chicos jugaron dos décimos y se calzan cincuenta mil reales. Villalonga un décimo veinticinco mil. Samaniego la mitad". Para los curiosos, el número de la suerte en esta novela es el 44.408.
La lotería también espera en los callejones de Luces de Bohemia de Valle Inclán, en Hoy es fiesta de Buero Vallejo o en el cuento Suerte macabra de Emilia Pardo Bazán. El académico Luis Mateo Díez también ha transitado la ruta de la suerte con un microrrelato que leyó ante los presentes en el salón de actos de la Academia.
El escritor leonés, antes de leer el cuento, se confesó jugador de lotería, pero sin fortuna, pese a que en varias ocasiones el Gordo le cayó cerca. Le tocó a unas compañeras del Ayuntamiento de Madrid, "las chicas de oro" cuando él era funcionario y también en Canales, un pueblo donde unos primos se hicieron millonarios. Este año juega un décimo con los otros académicos, un número que siempre compran en la misma administración pero que va cambiando y dejan al albur del destino.
La papelera
Por lo menos había visto a siete u ocho personas, ninguna de ellas con aspecto de mendigo, meter la mano en la papelera que estaba adosada a una farola cercana al aparcamiento donde todas las mañanas dejaba mi coche.
Era un suceso trivial que me creaba cierta animadversión, porque es difícil sustraerse a la penosa imagen de ese vicio de urracas, sobre todo si se piensa en las sucias sorpresas que la papelera podía albergar.
Que yo pudiera verme tentado de caer en esa indigna manía era algo inconcebible, pero aquella mañana, tras la tremenda discusión que por la noche había tenido con mi mujer, y que era la causa de no haber pegado ojo, aparqué como siempre el coche y al caminar hacia mi oficina la papelera me atrajo como un imán absurdo y, sin disimular apenas ante la posibilidad de algún observador inadvertido, metí en ella la mano, con la misma torpe decisión con que se lo había visto hacer a aquellos penosos rastreadores que me habían precedido.
Decir que así cambió mi vida es probablemente una exageración, porque la vida es algo más que la materia que la sostiene y que las soluciones que hemos arbitrado para sobrellevarla. La vida es, antes que nada y en mi modesta opinión, el sentimiento de lo que somos más que la evaluación de lo que tenemos.
Pero si debo confesar que muchas cosas de mi existencia tomaron otro derrotero.
Me convertí en un solvente empresario, me separé de mi mujer y contraje matrimonio con una jovencita encantadora, me compré una preciosa finca y hasta un yate, que era un capricho que siempre me había obsesionado y, sobre todo, me hice un transplante capilar en la mejor clínica suiza y eliminé de por vida mi horrible complejo de calvo, adquirido en la temprana juventud.
El billete de lotería que extraje de la papelera estaba sucio y arrugado, como si alguien hubiese vomitado sobre él, pero supe contenerme y no hacer ascos a la fortuna que me aguardaba en el inmediato sorteo navideño.
Luis Mateo Díez