El trabajo detrás de los dulces y la fruta que compras: “Nos levantamos a las 4 de la mañana”
- ¿Qué se esconde detrás de la persiana de tu frutería antes de que abra? ¿Y de la repostería donde compras croissants?
- Acompañamos a los propietarios de una frutería y un obrador en su trabajo previo a la apertura al público
No han dado aún las 6:30. La persiana del Horno Ismael, en la calle Juan José Lorente de Zaragoza, sigue bajada. Sin embargo, el obrador, a pocos metros, ya comienza su actividad. El aire helado de -4°C contrasta con el calor que empieza a sentirse en el interior, donde, aún con las luces apagadas, ya huele a dulce. En este ambiente, seis personas se afanan en su tarea.
Carlos y Mariví Usón son hermanos e hijos de Ismael y Victoria Pérez, fundadores de este negocio familiar que nació junto a la democracia en 1978 y que hoy cuenta con tres tiendas en la capital aragonesa. Recuerdan entre risas que llevan toda la vida en este oficio. Comenzaron con 14 y 16 años, ayudando a sus padres, y no han abandonado la repostería desde entonces.
“Es un trabajo que te tiene que gustar. Es una profesión, como electricista o fontanero y tiene que ser un poco vocacional porque, si no te gusta, puede ser muy esclava por los horarios y las fiestas”, confiesa Augusto Israel Aladrén, trabajador de Horno Ismael. A sus 53 años, lleva 33 entre harinas, azúcar y hornos. Comenzó la carrera de Química, pero tuvo que decidirse entre los libros y la repostería. Desde entonces, cada mañana saca las masas del día anterior de las neveras, rellena napolitanas con chocolate y controla la trazabilidad de los lotes y alérgenos.
También en el obrador trabaja Tuto Martínez, de 51 años, que hace un año dejó su ocupación como comercial de ventas para dedicarse a lo que aprendió con su padre, panadero durante 42 años. “Dejé de estudiar a los 16 y me fui con él. Estoy muy contento porque hacía 27 años que no hacía esto”, dice emocionado mientras da forma a las brevas, una masa que fermenta durante un día antes de freírse y rellenarse de crema.
De esta última labor se encarga la joven Laura Ibáñez, que a sus 21 años combina el trabajo en el obrador con oposiciones. “Empecé aquí con una FP Dual a los 17 años y me quedé. Como nos llevamos todos tan bien, las horas se pasan rápido”, cuenta sin apartar la mirada de la manga pastelera. Mariana Banu, de 49 años, barniza caracolas, engrasa bandejas y cuida cada detalle. “Nos lavamos las manos 40 veces al día”, asegura Carlos mientras termina de preparar 44 croissants en menos de diez minutos.
A las 7:15 horas, la pausa para el desayuno es casi un ritual. Mientras una masa brioche de 60 kilos gira en una de las máquinas, los trabajadores se sientan en las largas chapas de metal aún sin enharinar, se sirven café con leche y atrapan el croissant más reciente antes de volver al trajín.
Lo que compramos nos entra por los ojos
El día continúa con el traslado de carros de bollos y pastas desde el obrador hasta la tienda, donde Mariví y su nuera Lidia colocan cuidadosamente el escaparate. “Hay que saber vender el producto. Si alguien pasa antes de que abramos a por algo, se va al obrador y se le vende igual”, comenta Mariví. Esta cercanía es parte del alma del negocio y lo que atrae a clientes que “incluso viajan desde Logroño o Pamplona para comprar aquí”, como señala Lidia.
En los días especiales, como Reyes o San Valero, amigos y familiares se suman al obrador para ayudar a hacer el postre más popular en Aragón: “Entre 6.000 y 8.000 roscones hacemos en esas fechas”, afirma Carlos. El tesón detrás de cada dulce es evidente. “De cuando estaban mis padres a nosotros… mi idea era esta, la que tenemos hoy, pero ha sido muy duro. Hasta los 35 años no tuve fines de semana libres. Nos hipotecamos económica y socialmente”, reflexiona Carlos.
Raúl Ferrer Usón, hijo de Mariví, es la esperanza de este negocio familiar. “Nosotros somos unos afortunados porque Raúl será el que continúe aquí”, sostiene Mariví. Lleva tres años en el obrador y compagina, como puede, el tiempo amasando y el que dedica a sus dos hijos pequeños.
Antes de las 9 de la mañana pasan por Horno Ismael, una abuela con su nieto a por colines, un médico que ha terminado su guardia y Miguel, que es diabético y todos los días compra su barra integral. Los clientes entran ya con el dinero justo y Mariví y Lidia, con su pedido en la cabeza. “¿Tus magdalenicas de chocolate de siempre, ¿no?”.
Carlos también tiene su preferencia personal: “Me quedo con el Lanzón del día de San Jorge”. A pesar de los años, su pasión por la repostería no ha menguado. Cada producto es único porque, como él mismo dice, “Vendemos felicidad, experiencias, encuentros. Sentimos mucha responsabilidad con el cliente”.
Del mercado al tendero y del tendero al cliente
En el corazón del barrio zaragozano de El Picarral, Mariví Anés junto a su marido Javier Marcén y su hijo Ricardo, regenta Frutas Mariví desde el 15 de junio de 1992. Aunque la persiana se abre al público a las 9 de la mañana, detrás hay más de cinco horas de trabajo que no siempre se ven, pero que son esenciales para que todo funcione.
Desde las 4:50 de la madrugada, Javier y Ricardo están en MercaZaragoza, la plataforma logística agroalimentaria que abastece a los minoristas de la región desde hace más de 40 años. El bullicio es constante y en varios idiomas. Nos da la bienvenida el ruido de las cajas, las transpaletas y las voces firmes del regateo de precios: “Víctor, una de berenjena, dale al Óscar si la quiere, si no al otro; el plátano nada” “Diego, estas 10 para mí, ¿vale?”, “¿1,80 el calabacín?”,“¿Cuánto pesaba el aguacate, Mohammed?”, se escucha entre los puestos. Piñas de Brasil, fresas de Costa Rica y verduras locales se mezclan a izquierda y a derecha de una nave enorme.
Casi todos los asentadores, que son los comerciantes que venden al por mayor a los 2.500 minoristas presentes en Aragón, reniegan de lo mismo en pleno mes de enero: los precios han subido mucho por las bajas temperaturas, sobre todo las verduras. Entre los productores locales que también abastecen al mercado hay un lamento común: “Del campo ya no se quiere saber nada; ha evolucionado mucho la vida. Antes éramos más de 300 y ahora somos 35”, reflexiona uno de los hortelanos.
A Javier, después de “no haber cogido una baja en su vida” y de más de 50 años en el oficio, le queda poco tiempo haciendo este trayecto. En menos de un año se jubila a los 65 con la idea de recorrer Europa con su autocaravana. Haciendo retrospectiva destaca el sacrificio que le ha llevado hasta aquí: “Estuve 12 años sin poderme coger vacaciones y dejé el trabajo aquí (Mercazaragoza) porque mi hijo el mayor no me reconocía”. Del bar, padre e hijo emprenden la vuelta a la tienda, con todo el furgón lleno y su lista de la compra tachada en fosforito.
A las 7 de la mañana, Frutas Mariví empieza a llenarse de cajas de tomates, mandarinas y alcachofas. Parte del género se coloca en el mostrador y, el resto, permanece hasta dos días en la cámara refrigerada. Javier recuerda que cuando sus hijos Ricardo y Nacho eran bebés ya les acompañaban en la frutería mientras ellos trabajaban.
Ya son las 8, el cielo ya empieza a clarear y con toda la fruta colocada por contraste de colores es la hora de subir la persiana. Mariví Anés, oscense de nacimiento, empezó trabajando en la Fábrica de Galletas Polen, más tarde abrió una frutería con su hermana a los 22 en el Barrio del Arrabal y lleva 33 en este establecimiento de apenas 50 metros cuadrados, pero el tamaño no es significativo.
Diariamente, atiende a más de 100 personas, algunos clientes llevan más de 20 años llenando sus bolsas aquí. “Me gusta cómo me atienden y el género que tienen”, comenta Conchi, vecina del barrio. No ha pasado ni media hora desde que han abierto y siete clientes ya han venido a por su fruta y en busca también del “¿Qué tal?”, que les brindan: “Hay gente que aún le gusta que les aconsejes… y que les digas recetas; ese servicio no te lo dan en un supermercado”, explica Mariví. Las frases “¿Quién es la última?”, o “2 kilos, como siempre”, recuerdan la importancia del comercio local y del vínculo que crea compartir frutería de barrio.
El relevo generacional en esta frutería está asegurado. Ricardo, mecánico de profesión, lleva entre frutas y verduras desde los 16 años: “Desde que suspendí mi primera asignatura yo venía Semana Santa, Navidad y el verano”. A sus 35, asegura que espera jubilarse aquí y no se plantea otro futuro que el de seguir estando, de alguna manera, en el día a día de los vecinos de El Picarral: “A mi madre si puedo la jubilaré antes. Mis padres han trabajado ya demasiado”.
Detrás de la persiana de oficios como el de repostero o frutero, se esconden no solo más personas de las que vemos, sino mucho tiempo que indirectamente regalan a sus clientes. Además, lejos del mito, las manos tienen un relevo. Mientras unos duermen, otros trabajan por mantener sus negocios familiares y poder subir cada día la persiana y ofrecernos lo mejor que saben hacer: tartas, pasteles, frutas y sobre todo cercanía.