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La última soberana

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Lo más complejo de este artículo fue decidir por dónde empezar. No es lo mismo destacar que el reportaje de “En Portada” aborda la figura de Isabel II, -reina de 16 estados soberanos de la Commonwealth y principal figura política de los 53 países que la componen-, que señalar en primera instancia, que durante su reinado el imperio que consolidó su tatarabuela, la Reina Victoria, ha desaparecido.

No es lo mismo destacar que se trata de la reina más longeva -90 años-, y la que más tiempo lleva al frente de la jefatura del Estado -64 años-, que poner el énfasis en que su hijo lleva toda la vida esperando y que podría ser Rey, caso de llegar a serlo, cuando tenga cerca de 80 años.

No es lo mismo señalar que la monarquía, según las cuentas más partidarias, es muy rentable a las arcas del Reino Unido, -a las que aportaría unos 2.000 millones de euros con el turismo que atrae-, que poner el foco en las opiniones de quienes estiman que no es una marca rentable, recuerdan su posición de privilegio y dan cifras que sitúan a la reina en todas las listas de grandes fortunas.

Y no es lo mismo decir que el apoyo a la monarquía ha ido en descenso en los últimos años, que destacar que la popularidad de la reina Isabel II es mucho mayor que la del resto de su familia.

Este es el dilema y la grandeza del periodismo: que además de ofrecer datos ciertos, hay que ordenarlos. Y el orden es siempre arbitrario, por muy honestos que queramos ser.

En portada: 'La última soberana'

En portada: 'La última soberana'

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Un personaje llamado Isabel

Dilemas periodísticos al margen, -que al final se resuelven con supuesta imparcialidad y oficio-, Isabel II es una figura histórica con la que las monarquías del planeta, -por muy constitucionales y democráticas que sean-, cerrarán una puerta.

Es muy probable que en el Reino Unido vuelva a haber una reina, aunque los tres aspirantes en la línea de sucesión, -Carlos, su hijo Guillermo y su nieto Jorge-, sean varones. Pero todavía es más probable que Isabel II sea la última soberana, si por soberanía se entiende al “que tiene el máximo poder o autoridad sobre algo”.

Es una figura excepcional y por lo tanto, -pese a su pretendida y demostrada neutralidad política- irrepetible. Isabel II es una reina entre dos siglos, pero las monarquías del siglo XXI están en revisión y ninguna, ni siquiera la británica –pese a sus profundas raíces históricas-, se librará del análisis.

Por más que lleve tiempo especulándose con un posible salto en la línea de sucesión, se da por hecho que Carlos de Inglaterra será el próximo rey. Técnicamente su abdicación es posible, pero chocaría con la esencia de la monarquía que consiste en el carácter hereditario de la institución, el mantenimiento del Rey hasta su muerte y sólo entonces, su sustitución por el heredero.

Cambiar algo para que todo siga igual

Las técnicas políticas lampedusianas o gatopardistas, -cambiar algo si queremos que nada sustancial cambie-, serán muy útiles cuando fallezca Isabel II. Parece inevitable que tras el consabido y sentido duelo, -que en el fondo será un acto de reafirmación monárquica-, se abra un debate sobre algunas reformas que obligarán a modificar la Constitución.

No parece razonable que en el Reino Unido de hoy, la Reina siga siendo “la defensora de la fe”, -léase la fe anglicana-, frente a otras confesiones. Hay quien apuesta a que este cambio se materializará en la Coronación de Carlos de Inglaterra, una ceremonia que no tiene por qué coincidir con el inicio de su reinado, -Isabel II fue coronada un año más tarde-, lo que permitiría acometer las reformas legislativas necesarias.

También se da por hecho que algunos de los países de sus antiguas colonias se replantearán si el futuro rey debe seguir siendo su Jefe de Estado o, si en una república independiente como Australia o Canadá, esta vinculación carece de sentido.

Y algo más: será la ocasión histórica que los republicanos tratarán de aprovechar para recordar que la monarquía, al menos en su programa, no tiene sentido. Algo demasiado complejo para la flemática sociedad británica, acostumbrada desde hace 1.000 años, a escribir la historia con caracteres reales.